Por Manuel Vicent |
Sentado en un viejo sillón de mimbre el intelectual extendió las piernas y apoyó los talones de sus pies desnudos en la barandilla de una alta terraza frente al mar, que daba a un precipicio. Un poco más allá se hallaba a su entera disposición el resto del universo. Mientras la luz de septiembre sumía la tarde en una dorada melancolía, el intelectual con una copa de vino en la mano buscaba inútilmente en la memoria algún hecho que diera sentido a su vida y de pronto observó que una hormiga, después de sortear un tobillo, estaba ascendiendo hacia lo alto de sus pies desnudos con singular ahínco.
Podía ser una de esas hormigas diminutas, solitarias, encargadas de explorar cualquier posibilidad de alimento lejos del hormiguero y que sin duda se había extraviado. Una vez coronado el empeine la hormiga se detuvo como dudando, pero finalmente siguió camino con determinación hasta llegar a la cima, que en este caso se trataba del dedo gordo del pie izquierdo de un preclaro intelectual.
Aunque habría bastado con un leve movimiento de talón para que la hormiga se precipitara en el vacío, el intelectual decidió respetarla y concentró todo su pensamiento en esa hormiga exploradora que se había constituido por un momento en una prolongación de su ser y con la que compartía la misma confusión y el mismo precipicio. Igual que ella su vida dependía del azar de un ligero golpe de talón en cualquier barandilla.
La hormiga se demoró en lo alto del dedo gordo del pie. ¿Qué vería ella desde esa atalaya? Nada que le interesara puesto que enseguida inició la bajada para seguir con su destino en busca de comida. El intelectual se dio cuenta de que todos los sueños de su vida habían terminado convertidos en una hormiga al borde de un precipicio, de modo que dejó a un lado sus pensamientos, miró el mar a lo lejos y acercó a sus labios la copa de vino.
© El País (España)
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