Por Javier Marías |
Si algo está proliferando en nuestro tiempo es el oportunismo más despreciable. Entre quienes escriben —escribimos— en prensa, cada vez son menos los que se resisten a las corrientes de moda, lo cual equivale a decir al griterío, anónimo con enorme frecuencia, de las redes sociales. Personas a las que se paga por pensar por sí mismas —se supone— renuncian a toda velocidad a ello para arrojarse a cada nueva marea.
Al fin y al cabo es más cómodo que a uno le den todo masticado: se sube a la rueda que trae aplausos fáciles y no importa si dentro de un mes se trata de la rueda contraria: se sube igualmente, aprovechando que nadie ejercita la memoria ni va a afearle o reprocharle nada. Por poner un solo ejemplo: cuando ha tocado leer las memorias de Woody Allen, he visto cómo lo defendían quienes lo habían condenado no hace mucho. Puede que un día reivindiquen a Plácido Domingo los mismos que lo han hundido.
Algunos de esos opinadores confunden conceptos deliberadamente, para arropar sus posturas de cada momento. Con motivo del sensato y moderado manifiesto de 153 intelectuales publicado en la revista Harper’s en defensa de la libertad de ideas (la mayoría gente “de izquierda”, desde el antisistema Chomsky hasta Anne Applebaum, Atwood, Rushdie, Martin Amis), los oportunistas han sopesado qué les rentaba más, si estar a favor o en contra. Como lo segundo es más populista y demagógico, no pocos lo eligieron, basando su crítica en algo falaz y rastrero: por muy progresistas y liberales que sean esos firmantes (por feministas que haya y algún negro), se trata de un grupo de “privilegiados” que se rebela contra el pueblo y defiende sus “privilegios” y su “gran prestigio y poder social”. Y encima muchos son “hombres blancos”. Hemos llegado a un extremo en el que todo logro se considera un privilegio, lo cual es una aberración y una injusticia. Si un individuo es famoso, o rico, o ha tenido éxito en lo suyo, automáticamente se le cuelga la etiqueta de “privilegiado”, con la terrible connotación negativa que ha adquirido la palabra. No es así, consulten el DLE de vez en cuando.
El que consigue algo en la vida, o el que triunfa en su profesión, casi nunca es un privilegiado, aunque por supuesto haya excepciones. ¿Lo son Joaquín Sabina o Ana Belén o Almodóvar, los novelistas Landero, Cercas o Muñoz Molina o tantos otros consagrados? En absoluto. El primero y el sexto son de la misma población jiennense, la segunda —si estoy en lo cierto— es hija de una portera madrileña, el tercero es de un pueblo manchego, el cuarto y el quinto de modestos lugares extremeños. Ninguno, que sepamos, lo tuvo fácil ni disfrutó de ventajas por origen ni cuna. Landero ha relatado estupendamente en un libro—El balcón en invierno si mal no recuerdo— su etapa de “chico de ultramarinos”. Si ahora tienen una “posición de privilegio”, según la frase hecha, es porque se la ganaron, a veces con no escaso sacrificio. ¿Soy yo mismo un “privilegiado”? Según se mire. Me cayó la suerte de unos padres que leían y no me faltaron libros, a diferencia de lo que les ocurrió a tantos. Pero mi padre era un represaliado del franquismo, al que se prohibió enseñar en España, así como publicar en prensa hasta mediados de los años 50, y hubo de firmar colaboraciones con nombres que no eran el suyo, lo he contado ya. Emilio Lledó, que conoció a mis padres siendo joven, me dice cómo había días y días en que su fortuna ascendía a 2,50 pesetas. Tiraban como podían, con mucho trabajo.
Ignoro el origen de los 153 firmantes de Harper’s, pero me da lo mismo. Si son quienes son hoy, no es por su cuna, sino porque han hecho cosas, han aprovechado sus vidas y la gente —el pueblo— decidió hacerles caso. Leí en este diario un artículo que los censuraba con sibilinas palabras, y les aplicaba la condición de “privilegiados”… unas cinco veces. Curioso que su autor fuera un buen novelista relativamente joven, blanco, que ya ha ganado varios premios y ha gozado de becas. Pero hay que suponer que él se excluía de la denominación infamante. Si no, no se habría permitido semejante denuncia insistente. La alternativa es peor: su escrito sería una muestra más de oportunismo, hay que ponerse del lado de los que carecen de “prestigio intelectual”. No está de más preguntarse —es idiota, pero esta época lo es con creces— por qué se posee o no ese prestigio concreto. Estamos ante un absurdo equiparable al siguiente: es como si, mediada la Liga de fútbol, se juzgara que quienes la encabezan son unos “privilegiados” por ello, y quienes van últimos unas “víctimas”, y se olvidara que se han disputado partidos y que cuentan. Los presupuestos de los clubs son incomparables, cierto, pero se acepta y no se los separa por eso. El privilegio sería que, antes de la primera jornada, hubiera equipos con puntos regalados y acumulados, lo cual jamás se ha dado en ningún sitio. Se está alcanzando la abominación conceptual de pensar que lo que cada cual ha hecho con su vida es indiferente, y que si alguien ha tenido talento, mérito, tesón, suerte o incluso astucia, eso lo convierte de inmediato en un repugnante privilegiado elitista. A ver qué les parece a Sabina, Ana Belén y compañía.
© El País Semanal
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