Por Nelson Francisco Muloni |
Algunos de estos gobernantes de “democracias de emergencia”, son llamados populistas o demagogos, de izquierda o de derecha, de arriba o de abajo. Ninguno reconoce rosa de
los vientos del pensamiento social. Son, en realidad, y principalmente, antirrepublicanos. La Justicia, en tanto valor esencial de una república, es la primera y más necesaria condición de equilibrio social.
Me repito, pues ya en otras ocasiones consideré idéntica concepción. El fiel de una balanza, centrado ante los platillos del cuerpo social, marca el equilibrio. Eso es Justicia. Un desnivel, un platillo
más alto que el otro, es injusticia. Y como la Justicia es un valor inherente a la República, el desequilibrio es antirrepublicano. Y vergonzoso a la condición humana.
En este espacio pandémico es que se desenvuelven aquellos Estados que aprovechan el trasiego de un virus para levantar columnas normativas que sostengan su impericia, su incapacidad
y, principalmente, sus pensamientos y modos autoritarios. Países con gobernantes de diferentes signos ideológicos (incluso, aparentemente antagónicos) son bastiones de la nueva pandemia autoritaria. La
herramienta más valiosa de estos ejemplares son las leyes, los decretos, la resoluciones y toda aquella normativa que sirva a los fines específicos de su desapego institucional, sirviéndoles además,
como escudos innobles de sus actos de corrupción.
De Justicia, ni hablar. “Dentro de la ley todo, fuera de la ley, nada”, decía Juan Domingo Perón. Si la ley es desequilibrada, es decir, no justa, no importa: hay que moverse y desarrollarse dentro de ella, para conveniencia de gobernantes y políticos desvergonzados.
El filósofo John Locke ya advertía que un ciudadano solamente debía obedecer a la ley, no por su característica como norma sino porque tenía que ser justa.
¿Por que motivos hoy, las sociedades del mundo salen a cuestionar los mandatos legales? Más allá de los peligros pandémicos, parece ser que subyace en los hombres,
un cierto concepto de equilibrio que es primordial para que una ley sea justa. Cuando un gobernante dispara a diario normas que se asemejan a actos represivos supuestamente atenuados con el eufemismo de “emergencias”
pero que acotan libertades o derechos, hay una reacción casi lógica, que se subleva ante el desequilibrio: la ley se torna ilegítima. Si, además, esa norma es sostenida con la complicidad de legisladores
que actúan con la prepotencia de las mayoría, la administración de gobierno va acotando su propia legitimidad.
Henry David Thoreau decía que “un gobierno en el que la mayoría decida en todos los temas no puede funcionar con justicia, al menos tal
como entienden los hombres la justicia. ¿Acaso no puede existir un gobierno donde la mayoría no decida virtualmente lo que está bien o mal, sino que sea la conciencia?” Con una notable claridad, el pensador norteamericano agregaba: “¿Debe el ciudadano someter su conciencia al legislador por un solo instante, aunque sea en la mínima
medida? Entonces, ¿para qué tiene cada hombre su conciencia? Yo creo que debiéramos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia.”
Thoreau sostenía que el mayor derecho de una persona es hacer lo que crea justo, para agregar que “la ley nunca hizo a los hombres más justos”, por el contrario, muchas veces se convirtieron en “agentes de la injusticia”. Y, ¿no es esto lo que está sucediendo en el mundo?
En la Argentina, por ejemplo, cada nuevo gobernante administra su gestión disponiendo, injustamente, de presupuestos políticos que producen un desequilibrio social que,
a su vez, deriva, sin más ni más, en lo que hoy llamamos “grieta” y que antes se llamó “desencuentro” o “desunión”, en la vapuleada historieta de nuestro país.
Siempre hay abismos que nunca los argentinos terminamos de sortear. Y la Justicia, que debiera ser desplegada y desarrollada por el Poder Judicial, es aquietada en los escalones de la burocracia y el demérito político,
convertidos en herramientas del antirrepublicanismo más soez y perverso que pueda reconocer un Estado. Los magistrados, por convicción o temor, transmutan sus sentencias en deplorables actos de vileza y servilismo.
Es ese mismo Poder Judicial el que se convierte en objetivo de los autócratas pandémicos y, de este modo, los gorilas actuales, de pelaje enhiesto, se dan la mano con los
mandriles de ahora, de culos arrastrados de tanto servilismo, a los que se suman las hienas de derecha e izquierda, que rapiñan la podredumbre del estragado cuerpo social argentino, para enterrar el último atisbo
de una institucionalidad que supo de épocas mejores en tiempos que hoy son de pura añoranza.
La pandemia tuvo una única y notable consecuencia institucional: actuó como una poderosa lavandina que dejó al descubierto el indecoroso esqueleto de un Poder Judicial
deteriorado, incapaz de demoler las ambiciones y la degenerada corruptela política y social que abruma a la Argentina. Sin Justicia, de nada valen los valores republicanos. La vida es un canje de conveniencias de donde
se desprenderán pésimas políticas económicas, de educación, sociales o sanitarias que se convertirán, simplemente, en las aguas estancadas de la democracia.
Recuperar el equilibrio es recuperar la Justicia. Pero esa necesaria y fatigosa labor no será para mentes acollaradas al pasado o sumergidas en el desencuentro como la de nuestros
políticos y gobernantes actuales. Tampoco será obra de unos meses. La reconstrucción llevará años pero siempre será mejor que nunca comenzar. En algún rincón de este
desmenuzado país, presumo (o deseo), ha de haber un cogollo de razón y buena fe. Digo...
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