Por Sergio Sinay (*)
¿Para qué quedarse en un país donde la esperanza agoniza cada día, las grietas no dejan terreno firme donde pisar, la latrocracia vence permanentemente a la democracia, donde una patética mesa de “lucha contra el hambre” es integrada por quienes menos la sienten y por algunos que incluso la provocan, un país en el que la Justicia se ejerce como farsa, donde el mérito y el esfuerzo no se premian, sino que se desprecian, pero donde, paradójicamente, sin mérito se puede llegar incluso a la presidencia?
El interrogante, dramático y angustioso, repiquetea en las mentes y conversaciones de un número creciente e importante de argentinos. Solo el consulado uruguayo da cuenta de cien consultas semanales para iniciar el trámite de residencia en aquel país. Otras naciones aparecen también en la mira, aun en un mundo de horizontes oscurecidos.
Quienes se formulan la pregunta sobre el propio futuro no son turistas, no son ricos, aunque los haya entre ellos. Pero dejemos de lado a los ricos, porque la fortuna material suele provocar un blindaje en el contacto con la realidad, ya sea aquí o donde fuese. El impulso a la emigración prevalece en personas de clase media, la clase que (con sus luces y sus sombras) mejor simbolizó y concentró a lo largo de la historia la potencialidad del país, la que traccionó y posibilitó sueños, la que atravesó y atraviesa pesadillas, la que lubricó la movilidad social, la que parió (como el doctor Frankenstein) a tantos de los que, una vez en el poder, se empeñaron y se empeñan en aniquilarla y sepultarla para glorificar a una pobreza con la que lucran. Es la clase en la que germinaron los Favaloro, los Ernesto Laureano Maradona (el médico rural que durante medio siglo entregó sus esfuerzos a la salud de comunidades selváticas formoseñas), los César Milstein, los Quino, los Antonio Berni, los Luis Sandrini, los Salvador Mazza, los Emanuel Ginóbili, por nombrar apenas algunas partes de ese todo.
En esa clase, a la que tanto se le extrae y tan poco se le devuelve (salvo improperios y desagradecimiento en abundancia) es donde sobrevuela el interrogante. Para muchos de sus integrantes una respuesta afirmativa es inimaginable por cuestiones económicas, familiares, de arraigo, o por simple temor a la experiencia. Otros están cada vez más dispuestos. Eso significa arriesgar ahorros esforzadamente gestados, vender lo que se pueda, cortar raíces físicas y emocionales y hacerlo porque sienten que les están robando el tiempo de su vida y de sus proyectos existenciales y no admiten más espera.
Irse o quedarse no debería ser motivo de una nueva grieta. Ni quienes se van son valientes y visionarios ni quienes se quedan son cobardes y pusilánimes. Ni quienes se van son traidores a la patria ni quienes se quedan son heroicos patriotas. La sola enunciación de la pregunta (¿irse o quedarse?) describe una tragedia, un doloroso y profundo desgarramiento en un cuerpo social ya martirizado. Mientras tanto, hay quienes se quedan en o con el poder y, aunque cambien discursos y máscaras, son los responsables de la tragedia. Hacen continuos méritos para serlo.
Quien se va debería tener en cuenta que en el puerto de destino no habrá un comité de recepción oficial ni una alfombra roja esperándolo. Se habrá trasplantado a un terreno en el que, sin raíces, deberá echarlas. El experimento puede ser exitoso. O no. De nada sirven experiencias ajenas. No importa cómo le fue a fulana o a mengano (bien o mal). Cada experiencia es propia y única. Y también debería revisar qué se lleva en la maleta. Si se trata de problemas vinculares, emocionales o existenciales no resueltos aquí, no se saldarán mágicamente allá. Reaparecerán bajo diferentes formas y, para peor, en escenarios extraños. Es mejor partir, en ese aspecto, ligero de equipaje. Sobre todo, para no cargar al país de recibo con culpas propias.
Y quien se queda haría bien en conectar su decisión con un proyecto o un itinerario existencial que vaya más allá de las coyunturas y de sus oscuros personajes gobernantes, administradores de cuarentenas, depredadores económicos, sociales y morales. El proyecto existencial debe ser más poderoso y trascendente que esas miserias y sus miserables, porque en ese proyecto se invierte la propia vida. Y vida hay una sola.
En ambos casos existe una responsabilidad intransferible. Irse o quedarse, como todas las acciones, elecciones y decisiones de la vida, tiene sus consecuencias. Hay que responder tanto a las previsibles como a las imprevisibles. A las que repercuten en uno mismo como a las que redundan en otros, en el entorno. Quien responde a las consecuencias se erige como responsable, no necesita salir a la búsqueda o caza de culpables. Quien no lo hace, se intoxica e intoxica a otros.
Por último, cabe pensar que este tipo de dilemas jamás se presenta en las sociedades y países que ofrecen motivos para la esperanza, para el arraigo, para el desarrollo de las propias potencialidades y talentos. En donde se recompensa el esfuerzo y el trabajo, es decir el mérito, y no la mentira, la perversión y la viveza tóxica.
(*) Escritor y periodista
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