Por Manuel Vicent |
Cuando al final del pasado invierno la peste estableció su reino entre nosotros, pese a tanta desventura en el campo se ondulaba el trigo recién germinado y en el viñedo despertaba la savia ajena a la tragedia. Durante la primavera fuimos confinados. En medio de la confusa niebla uno podía imaginar que ese trigo un día sería crujiente pan candeal y que en otoño llegaría el vino de estas cepas para brindar por nuestra victoria sobre la pandemia.
Pero mientras el trigo se hacía harina y la uva maduraba, en verano celebramos fiestas desmadradas en honor a Baco, dios del botellón, y el virus como venganza volvió a desbridar todos sus caballos. En las pestes medievales los clérigos se servían del pánico de la gente para afianzar su poder al atribuirlas a un castigo de Dios.
También ahora el poder atribuye el rebrote del virus a nuestro mal comportamiento. Arrepentíos, malditos. En todo caso, por mi parte, confinado de nuevo, esta vez para sobrevivir pienso limpiar mi mente estando durante 15 días sin noticias; olvidaré el nombre de los políticos y en su lugar ocuparán mi pensamiento imágenes de dioses esculpidos por Fidias; cambiaré los salmos de Isaías por media docena de higos; recordaré a los amigos junto con el sonido de cigarras bajo la bruñida luz del estío; tendré una fe absoluta en que esa ola que me baña en esta orilla viene directamente del mar de Grecia a recordarme que estoy vivo todavía; la uva moscatel de esta vendimia dejará pringadas de azúcar algunas páginas de Homero; puede que algunos versos de Píndaro guarden un sabor a queso de cabra, mientras el aceite virgen de oliva resbalará sobre un pimiento asado con la suave cadencia de un hexámetro de Horacio.
Solo añadiendo a esto una hogaza de pan de este año y el vino de esta cosecha 2020, el confinamiento alcanzará un valor universal bajo la niebla.
© El País (España)
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