Por Juan Manuel De Prada |
Pero, dejando aparte las calumnias delirantes y energúmenas, podría darse el caso de que algún lector despistado pensase que mis diatribas anticapitalistas delatan alguna velada simpatía hacia la otra forma de organización económica aparentemente adversa (y en realidad complementaria, como enseguida veremos). Nuestra generación ha sido formateada en estas dicotomías burdas y maniqueas, que son la levadura de las pasiones sectarias y el mejor modo de mantener a los pueblos prisioneros en la caverna platónica.
En una obra que fervientemente les recomiendo, El Estado servil (1912), Hilaire Belloc retrata con clarividencia pasmosa la íntima comunión de capitalismo y comunismo, que a la postre ha instaurado una tercera realidad –el ‘Estado servil’– en la que una mayoría de individuos sin libertad ni propiedad trabajan en beneficio de una plutocracia que acapara toda la propiedad. Así, bajo disfraz democrático, se generan dos clases de hombres: una primera clase, reducidísima, en posesión de los medios de producción; y una segunda, sin libertad económica ni política, y cada vez más alimañizada a la que se asegura la satisfacción de ciertas necesidades vitales, con la añadidura de unos derechos de bragueta que la hagan infecunda y unas dulces morfinas –desde las series de Netflix a la eutanasia– que hagan más llevadero su tedio de vivir.
Para combatir el capitalismo sólo existen dos métodos: la negación de la propiedad privada, mediante la instauración del comunismo; o bien la distribución equitativa y lo más amplia posible de la propiedad. Curiosamente, el capitalismo rechaza el segundo modelo, haciendo creer a las masas cretinizadas que es inaplicable, y acaba siempre aliándose con el primero. ¿Por qué? Porque sabe que toda reforma de inspiración comunista acaba, a la postre, produciendo una sociedad en la que los propietarios continúan siendo pocos y en la que la masa prefiere una mínima seguridad económica a costa de la servidumbre. La distribución de la propiedad, en cambio, resulta inaceptable para el capitalismo; y sus defensores –los tradicionalistas– son sistemáticamente demonizados (quien lo probó lo sabe), tanto por los partidarios del capitalismo como por la izquierda caniche que supuestamente postula el comunismo y en realidad es la encargada de pastorear a los pueblos hacia los rediles del Estado servil.
Los tradicionalistas son, a juicio de Belloc, los reformadores más prácticos, pues –a diferencia de los comunistas– «trabajan con realidades conocidas que tienen por objetivo un régimen social cuyas características de estabilidad y bondad fueron puestas a prueba y comprobadas por la experiencia». Pero, paradójicamente, son también los menos prácticos en otro sentido, porque proponen la solución más difícil y contraria a las inercias que convienen al capitalismo. El tradicionalista le dice al enfermo que, para recuperar sus miembros atrofiados, ha de sacrificarse y ejecutar disciplinadamente tales o cuales ejercicios; mientras que el comunista pone a disposición del enfermo una silla de ruedas. Además, el comunista se adapta completamente a la degenerada sociedad capitalista a la que se propone sustituir: trabaja con la misma maquinaria que el capitalismo; habla y piensa con los mismos términos que el capitalismo; cultiva y exacerba los mismos apetitos, ambiciones y resentimientos despertados por el capitalismo; y ridiculiza, calificándolas de ‘quiméricas’ o ‘anticuadas’, aquellas virtudes cristianas «cuya memoria mató el capitalismo en el alma de los hombres dondequiera llegó su flagelo».
Así, la aleación de capitalismo y comunismo logra el Estado servil, en el que una muchedumbre de desposeídos se congratula de su servidumbre (recompensada, sin embargo, con una paguita extra de derechos de bragueta y dulces morfinas que le alivien el tedio de vivir), y aplaude agradecida al demagogo que la subsidia. Así, las sociedades modernas acaban asimilando –citamos a Belloc– «aquel principio servil que fue su fundamento antes de la llegada de la fe cristiana, principio del cual esta fe la emancipó lentamente, y al cual vuelve naturalmente con la decadencia de ésta». Frente a la aleación de capitalistas y comunistas que se amalgama en el Estado servil avizorado por Belloc y hoy vigente, no existe otra alternativa que la solución que defiende el pensamiento tradicional, que es el que desde este rincón de papel y tinta sostenemos humildemente. Pero, como el personaje del romancero, «yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va»; lo cual, inevitablemente, solivianta a los energúmenos que alimentan a sus secuaces con dicotomías burdas y maniqueas, para mantenerlos prisioneros en la caverna platónica.
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