Por Carmen Posadas |
Pauwels y Bergier explicaban que lo que ellos pretendían con su libro era «hacer ver que la realidad que vemos es mucho más compleja de lo que parece» y
que «nuestra visión de la realidad está condicionada por ideas preconcebidas». También, según ellos, los ciudadanos de la sociedad occidental se encontraban teledirigidos por seres que
intentaban convertirlos en conejillos de Indias de sus siniestras intenciones. Esta conjura, en su opinión, estaba orquestada por multimillonarios y hombres de Estado que, desde un lugar secreto, decidían el
destino de la humanidad.
Con mis trece años de entonces me convertí en fan total de El retorno de los brujos. Devoraba devotamente sus teorías y, por supuesto, tuve mis propios ‘avistamientos’, no de los malvados que dominan el
mundo, pero sí de un ovni que, según mi imaginación calenturienta, vino a posarse una noche sobre la azotea de mi casa. También me pareció descubrir en un sorprendente número de habitantes
pelirrojos de un pueblito del norte de Uruguay la prueba irrefutable de que Josef Mengele había estado por allí haciendo de las suyas.
Después de aquello empecé a madurar y abandoné la fiebre conspiranoica. Los años setenta, ochenta y noventa fueron décadas pragmáticas.
Los avances de la ciencia hicieron que la gente dejara de creer en pavadas y se pensaba que con el previsible acceso de muchas personas a la educación se acabaría con las supercherías y los bulos. Así
pareció ocurrir y, durante un tiempo, sólo algunos frikis hablaban de platillos volantes, mientras que los fenómenos parapsicológicos quedaron relegados a realities presentados por Rappel o Aramís Fuster. El mundo entraba en el siglo XXI de la mano de la razón, de la educación y sobre todo del acceso a una
información libre, plural y exenta de toda censura. Así inauguramos milenio. Con las tasas de analfabetismo más bajas de la historia, con el mayor número de democracias que jamás hayan existido
y con todas las fuentes de información que los ciudadanos pudiesen desear.
¿Y con qué nos encontramos ahora? Con que lo que se ha producido entre los cultísimos y educadísimos terrícolas del año 2020 es una inmensa
empanada mental. La sobredosis de información, unida a la ‘democratización’ de las opiniones según la cual vale lo mismo el parecer de un científico que el de un cantante o un perfecto
cantamañanas, hace que la gente esté dispuesta a creer cualquier disparate. Que la Tierra es plana, por ejemplo (sólo en los Estados Unidos van camino de un millón los terraplanistas, mientras que
en Brasil la cifra roza los siete millones, y no precisamente entre los analfabetos). Que vacunar a los niños produce autismo, como sostienen Robert Kennedy junior y varios actores de Hollywood. Y luego están
los cienciólogos; los cabalistas; los que parlamentan con extraterrestres o con los zombies; los que esnifan dióxido de cloro, a los que han venido a unirse ahora los negacionistas de la pandemia. Esos que se lanzan a las calles no sólo en España, sino en otras partes del mundo
civilizado, para denunciar que el coronavirus no existe; que las mascarillas asfixian; y que Bill Gates, que es eugenista como los nazis, ha decidido mejorar la especie humana sacrificando a los viejos y a los débiles,
por lo que nos ha introducido un chip en el torrente sanguíneo a todos. Sería tronchante si no fuera trágico, pero lo es y mucho. No solo por la irresponsabilidad suicida de esta gente, sino más
aún por el desánimo que produce saber que, a pesar de lo que se creía hasta el momento, ni la formación ni la información y ni siquiera cuatro años de universidad y un par de másteres
en Harvard son antídotos contra la pertinaz (y ahora sabemos que irredenta) estupidez humana.
© XLSemanal
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