Cristina Kirchner, en diciembre de 2013, "bailando sobre los muertos", como titulaban algunos medios de comunicación nacionales y extranjeros. (Foto/Archivo Agensur.info) |
El 10 de diciembre de 2013, Cristina Kirchner bailó ante una multitud en la Plaza de Mayo en el festejo partidario con el que su gobierno celebraba treinta años de democracia. Un país atribulado la vio festejar, feliz, en una semana
signada por más de diez muertes como resultado de otros tantos levantamientos policiales.
La primera de esas huelgas salvajes ocurrió en la ciudad de Córdoba, donde los saqueos convivieron con los pedidos sin respuesta de ayuda federal. El entonces secretario
de Seguridad, Sergio Berni, mandó la Gendarmería cuando todo había terminado. La tragedia, con un costo material y emocional sin
par, marcó para siempre la enemistad de los cordobeses con Cristina. El entonces gobernador José Manuel de la Sota, de viaje cuando ocurrió el desastre, también pagó caro el precio de la desatención y de su enemistad con el kirchnerismo.
Aquellos protagonistas están, una vez más, desnudos frente a otra crisis. En lugar de bailar, Cristina esta vez impuso como solución a Alberto Fernández su deseo de venganza hacia el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta, que no es otra cosa que su manera de expresar el desprecio por los porteños que siempre le votaron en contra. La vicepresidenta empezó
criticando la supuesta iluminación de helecho y agapantos y terminó imponiendo -una vez más- su política de agresión al dialoguista Fernández. Como hizo con Mauricio Macri cuando lo
señaló como su enemigo, Cristina apuntó a Larreta como rival político en un gran favor a Junto por el Cambio, que por ahora no define un liderazgo asumido por toda la coalición.
Subido al discurso de su jefa, el Presidente había dicho hace dos semanas que sentía "culpa" por la "opulencia" de la ciudad de Buenos Aires. Es una extraña forma de ocultar la vergüenza que supone para Fernández militar en una fuerza que colaboró activamente en el hundimiento de la zona más poblada y empobrecida del país. ¿Hace falta recordarlo? El peronismo gobernó en ocho de los últimos nueve períodos en la provincia de Buenos Aires.
Berni, el supuesto brazo armado de la vicepresidenta, acaba de pasar, desde el lugar opuesto, por la misma experiencia que en 2013. Fue él quien esta vez no vio llegar el levantamiento
de su tropa y se convirtió en la primera baja de un conflicto grave que, por si hiciera falta, volvió a exponer la precariedad de la provincia de Buenos Aires. Sus actuaciones bizarras son ahora un recuerdo patético
luego de su incapacidad para anticipar el desborde de la fuerza de seguridad más numerosa y sospechada del país.
La suerte del autopercibido superhéroe del conurbano y su anulada potencialidad de candidato duro de Cristina importan poco respecto de la inviabilidad del Estado bonaerense. Es ese el problema de fondo que acaba de mostrarse bajo la forma de un levantamiento policial.
Si la Generación del 80 le quitó a la provincia la ciudad que le dio el nombre, centro de todas las decisiones importantes del país, el crecimiento aluvional
en torno a Buenos Aires que registró la provincia desde el segundo tercio del siglo pasado le dio una potencia económica y política indescontable para el resto del país. Esa formidable migración
interna atraída por la industrialización centralizada generó una expansión notable que funcionó hasta el quebranto del sistema productivo del país, a principios de la década de 1970.
El corazón industrial del conurbano dejó de multiplicar trabajo y comenzó a fabricar pobreza en una secuencia casi ininterrumpida hasta hoy. Fue entonces cuando el peronismo reconvirtió su representatividad. Hasta el tramo final del siglo pasado reflejaba los deseos de los obreros industriales; hoy tiene como clientela cautiva a los
nietos de esos trabajadores, en gran parte marginados sin horizontes de desarrollo social ni personal. Más que nunca, el Estado es la fuente que pretende compensar la falta de recursos de la producción. Eso explica
la devoción del kirchnerismo por la caja, fuente para subordinar a los más pobres.
Como nueva versión de aquel peronismo, el kirchnerismo intenta desde hace 20 años retener a ese número decisivo de votos a fuerza de fondos nacionales.
Por tenebroso y repudiable que resulte, es sobre esa lógica que centenares de policías bonaerenses armados fueron el miércoles con sus patrulleros a reclamarle un aumento al Presidente. Axel Kicillof representa poco para esos agentes, en tanto descuentan que como gobernador no tiene posibilidades de atender sus reclamos. Kicillof, como sus antecesores, depende
de los fondos nacionales y de hecho debe aceptar que el verdadero gobierno de Buenos Aires sea la Casa Rosada. En ese contexto, el resto del país es una remota extensión que se arregla con las migajas que sobran.
El sistema político bonaerense es tan pobre como sus votantes y por lo tanto igualmente demandante, lo que en concreto supone una dependencia política
directa del Presidente. En estos tiempos, de la vicepresidenta.
De hecho, desde los días de Carlos Menem y Eduardo Duhalde (el último caudillo del distrito), los presidentes ponen gobernadores ajenos a la estructura provincial. Kicillof es lo mismo que Daniel Scioli, ambos fueron implantados por la familia Kirchner. Felipe Solá llegó a gobernador luego de suceder a Carlos Ruckauf,
otro dirigente implantado en la provincia. Bajo esa misma lógica, Mauricio Macri postuló y puso en la gobernación a María Eugenia Vidal, hasta entonces vicejefa del gobierno porteño.
Alberto Fernández volvió a mentar como antecedente el acuerdo de coparticipación entre Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero, a mediados de los años ochenta. Es una explicación mezquina que oculta los innumerables parches para solucionar la demanda infinita de recursos.
Después de la huelga policial vendrán otras crisis. Saber a quién le conviene que Buenos Aires siga siendo un gigante precario y sin cerebro quizá sea una de las claves esenciales para entender la raíz del problema. Esos nombres bailan en la mente de todos.
© La Nación
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