martes, 29 de septiembre de 2020

Cosas buenas por hacer

Por Javier Marías

Como si la enfermedad que nos amenaza agravara las dolencias particulares, en este periodo de 2020 han sido demasiados los amigos que se han despedido del mundo por causas ajenas al coronavirus. La pérdida de cuatro de ellos me ha afectado mucho más de lo que habría supuesto, porque ninguno estaba ya en mi cotidianidad. Bueno, uno ni siquiera era amigo, o sólo en la medida en que media España le profesaba afecto y lo consideraba tal. 

Sólo coincidí una vez con él en persona, en un coloquio futbolístico de alguna televisión. Michael Robinson era simpático, cordial, ingenioso y alegre, y creo no equivocarme si digo que su desaparición es una de las más lamentadas colectivamente en este país, nada propenso a las unanimidades y bastante al regocijo por las desdichas ajenas. Al cabo de décadas aquí, su español seguía siendo defectuoso pero inventivo y gracioso, y sus retransmisiones deportivas en compañía de otros dos comentaristas queridos, Carlos Martínez y Valdano, quedarán en la memoria y en la nostalgia de varias generaciones de aficionados. Que alguien como él no esté en el mundo es una desgracia para nuestro pequeño mundo, que no puede permitirse bajas de tantísima calidad personal, cuando demasiadas figuras públicas carecen de calidad.

La segunda pérdida ha sido la de Ian Michael, que fue mi jefe en los años 80, cuando enseñé en la Universidad de Oxford. Me imagino que en buena medida le debo a él mi nombramiento y siempre le estaré agradecido por ello y por mucho más. Era un hispanista brillante, y ocasional autor de novelas policiacas bajo el pseudónimo de David Serafín. Era galés y por ese motivo nunca fue muy bien visto como jefe del Departamento de Español de la Universidad, pero eso a él le daba igual. Es el único “jefe” que he tenido en mi vida, o casi, y no podría haberme tocado uno mejor. Dejaba las manos libres y a nada daba importancia, un hombre desenvuelto, irónico, malicioso y bienhumorado. Jamás le vi un gesto autoritario, todo lo contrario, vivía para pasarlo bien. En mi vieja novela Todas las almas retraté a alguien que compartía características con él, bajo el nombre de Aidan Kavanagh, irlandés que escribía relatos de lo sobrenatural. Ian fue el primero en leerla en Oxford, y, como conté en otro libro posterior, comprendió en seguida que no se trataba de un roman à clef, y al mismo tiempo se refirió por carta a nuestros colegas de allí por los nombres de los personajes que según él se les asemejaban. Andaba muy divertido con sus reacciones, y suponía que los más descontentos serían justamente los que ni por asomo habían sido “novelados”, sabedor de que es preferible ser considerado materia de ficción, aunque sea para regular o mal, que indigno de ese territorio. Lo que más me alarmó fue que creyó a pie juntillas que yo había tenido en la realidad la amante que el narrador de mi novela había tenido en ésta, cuando no era así. Me aseguró haberse cruzado hacía poco con “Clare Bayes”, y me quedé muy preocupado pensando que la reputación de alguna casada oxoniense había quedado enturbiada por culpa de mi ficción. En los últimos años mantuvimos más contacto epistolar que otra cosa, pese a que al jubilarse se instaló en Madrid y aquí murió, en un negligente hospital. Lamento que un hombre tan jovial haya dejado de estar por aquí. No sé si me consuela que su existencia no fuera breve: había nacido en 1936. Pero las existencias beneficiosas son breves una vez que han concluido.

La tercera pérdida es la del novelista Javier Fernández de Castro, de quien la mayoría de ustedes no habrá oído hablar pese a su obra. Javier nunca tuvo suerte con sus libros, mejores que tantas inanidades agasajadas, y lo más admirable de ese hecho es que jamás lo vi resentido por ello, ni siquiera lamentoso o disconforme; jamás se le ocurrió mirarnos mal a quienes tuvimos más fortuna que él. Sin duda es una de las personas más buenas, templadas y nobles que he conocido. No era de demasiadas palabras, sonreía, carraspeaba y se mantenía en la penumbra, y en tiempos remotos recuerdo su generosa hospitalidad. También con él la relación de los últimos bastantes años fue esporádica. Y sin embargo, al saber de su muerte, se me hizo un insoportable nudo en la garganta o peor, porque supe al instante que la vida sería más inhóspita sin Javier Fernández de Castro compartiéndola en la distancia. Había cumplido 78, pero en mi recuerdo lo veré siempre joven, con cazadora de cuero negra, montado en una moto de gran cilindrada en la que me llevó de paquete alguna vez.

Con la cuarta pérdida tuve menos trato, pero suficiente. En mi juventud visité cientos de veces la librería Turner, que regentaba Manolo Arroyo en Madrid. Admiré su editorial de igual nombre y su talante excéntrico y tímido. Y en época difícil me encargó un trabajo que agradecí y disfruté: la introducción y selección de dos antologías de cuentos bilingües, británicos y americanos, en las que incluí a Conrad, Saki, Katherine Mansfield, James, Melville (el hoy mal entendido y abaratado “Bartleby”) y Crane. La última vez que nos encontramos fue en la parada obligatoria de Landa camFino de Bilbao. Era un hombre distante pero conmigo siempre fue cálido, dentro de su pudor. Autor tardío, debió empezar a escribir mucho antes. Tenía 75 años, creo. Pero las mejores vidas resultan cortas, porque siempre les quedarán cosas buenas por hacer.

© El País Semanal 

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