Por Julio María Sanguinetti (*) |
"No hay viento favorable para el navegante que no tenga clara la ruta", decía el siempre recordado Lucio Anneo Séneca. Nada más expresivo para definir lo que nos reclaman estos tiempos desafiantes que vivimos, tiempos de cambio, tiempos de vértigo. Entre las confusiones que nos trajo la pandemia y los fantasmas de viejas disputas que reaparecen, ¿cómo abordaremos lo que viene si no hemos definido claramente nuestro puerto de llegada? ¿Pensamos que es posible entrar al nuevo tiempo caminando de espaldas, como nos cuestionaba Paul Valéry, negando y no afirmando, envueltos en debates anecdóticos y anacrónicos?
La elección para la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo de un candidato estadounidense ha definido claramente el extravío de una América Latina que no ha tenido el mínimo de inteligencia para preservar una sabia tradición que nos reservó desde los tiempos de Eisenhower esa posición fundamental.
La falta de comunicación en el enfrentamiento de la pandemia también nos interpela, enredados en los laberintos de nuestras soledades, como nos lo diría el gran Octavio. México siguió su camino, Brasil el suyo y la Argentina arrastra la cuarentena más larga del mundo. Todos gobiernos de distinto signo político, reaccionando al impulso personal de sus presidentes, con caminos sinuosos y por momentos contradictorios.
Si la mirada es política, nos encontramos con Bolivia y Ecuador envueltos en las disputas remanentes de sus viejos populismos. A Perú, con gobiernos frágiles, magistrados elegidos por el pueblo desplazados sin fundamento claro y sustitutos constantemente amenazados. A Colombia, que ha trazado un razonable rumbo gubernamental, partido al medio por la prisión del expresidente Uribe, con fuerte aroma de venganza. Ni hablemos de Venezuela, hundida en una dictadura liberticida como todas, pero más incompetente que ninguna otra.
Detrás de estos ruidos están los verdaderos desafíos, agravados y postergados por la incuestionable repercusión económica y social de la pandemia.
La sociedad del conocimiento nos reclama una reforma de la educación que prepare la generación que asoma para los nuevos tiempos y no condenar a vastos sectores a ser inempleables por no manejar el lenguaje informático desde el preescolar, cayendo en un rezago irreversible. La sociedad digital exige estimular la capacidad de innovación, abrir amplios espacios a los nuevos empresarios, que son los que van a generar empleos genuinos y no efímeros subsidios a lo que ya no tiene futuro. La sociedad de la información impone llegar con una internet eficiente hasta el último rincón de cada uno de nuestros países y abrir así el mundo a los más aislados de ese escenario que se nos vino arriba. La globalización comercial supone abrir mercados con una política exterior seria y, al mismo tiempo, poner todo el esfuerzo en la competitividad de nuestras producciones, sean agrícolas o industriales.
Ese es nuestro tiempo. Hay que correr ya detrás del 5G, pero en la mirada más amplia hay que entender que todo pasa por la confianza. La competitividad requiere productividad económica, pero mucho más que ella. Confianza en las instituciones, en la legalidad, en la majestad de la justicia, en el rigor de la fiscalidad y en un sistema de valores sociales, Si no le damos al trabajo un valor ético, si un corporativismo empobrecedor ahoga la iniciativa individual y si no entendemos que la dinámica del crecimiento -como lo explicaron Sombart y Schumpeter luminosamente- se basa en la "destrucción creativa" que, al impulso de la innovación empresarial, va atribuyendo el éxito a quien más se adapte a lo nuevo, nuestras sociedades difícilmente alcancen el nivel superior del desarrollo.
Esta visión no nos ofrece, como decía Raymond Aron, "el sentido final y los caminos que conducen a la salvación".
No hay una fórmula mágica para el éxito, pero ya tenemos un catálogo completo de recetas para el fracaso. Si no hay confianza, ¿quién invierte, sea nacional o extranjero, gran industrial o pequeño comerciante de barrio?
En lo personal, vivo la peripecia argentina como propia. Por afecto ante todo, pero también por interés, ya que una Argentina en crecimiento nos ayuda a Uruguay. Por eso me aliento cuando veo que se lanza desde Cabo Cañaveral un satélite argentino, haciendo honor a la larga tradición argentina del valor de la ciencia y la tecnología. O que Mercado Libre pasa a ser la empresa de mayor cotización del país, insertándose en los canales de la economía moderna. Al mismo tiempo, me sobrecojo cuando veo las desventuras del peso argentino y el dólar, transformadas ya en metáfora de la pérdida de rumbo. Es como el mito de Sísifo, levantando siempre la misma piedra después de cada caída. Son tantas las veces que se ha intentado manejar la moneda extranjera con voluntarismo político o artificios de ingeniería financiera que cuesta creer que no se asuma el inevitable final. Más de un plan bien concebido fracasó por no respetar a un mercado que poco perdona a quienes lo desafían.
Volvamos a la confianza. Es el primer objetivo de un sistema político. Y digo sistema, más que gobierno, porque normalmente solo se genera confianza real cuando pasan varios gobiernos y las bases institucionales no se modifican. El mito "adánico" tan latinoamericano, ese eterno retorno al inicio, como si cada administración partiera de la nada, desconociendo todo el pasado, está en la base de esa lejanía de la confianza. Esta reclama tiempo. Permanencia. Persistencia. Gobiernos estables, leyes que se cumplen. Administraciones con prioridades distintas, acentos naturalmente diferentes, pero todas basadas en el reconocimiento, aunque sea tácito, a los cimientos fundacionales de una república. Salteárselos pensando que se puede servir a la justicia social sin una legalidad asegurada y, por lo menos, una economía estable, es un camino empedrado hacia la pobreza.
(*) Expresidente de Uruguay
© La Nación
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