Por Arturo Pérez-Reverte |
El primero es el Alejandro del Pseudo Calístenes; y el último, los libros XV-XVII de la Geografía de Estrabón. Entre uno y otro están los grandes autores griegos y latinos; pero también, y eso hace la colección especialmente estimable, autores y obras menores o marginales,
papiros, fragmentos de obras perdidas, inscripciones murales y funerarias. Un material que nunca habría llegado a nosotros sin esa admirable iniciativa editorial. Una extraordinaria reproducción en lengua española
del legado escrito del mundo clásico del que procedemos.
Fue una aventura magnífica, propuesta en los años 70 a la editorial Gredos por el hoy académico de la Española Carlos García Gual. A él
y a unos pocos humanistas y filólogos –Calonge, García Yebra– se debió el empeño, sin parangón en ninguna otra lengua, ni siquiera en inglés. Era buen momento, pues en
institutos y universidades actuaba una entusiasta nueva generación de profesores de latín y griego que revitalizaban los estudios clásicos, a quienes podía encargarse traducir y anotar las obras
elegidas –doy fe, pues a algunos tuve como profesores–. Editorialmente no era cuestión de ganar dinero, sino de devoción. Certeza intelectual de que se estaba librando una importante batalla; la última,
como después se vio, por el gran legado cultural europeo antes de que nos atacase la fiebre enloquecida por la colocación laboral inmediata y la tecnología.
Fue la de la Biblioteca Clásica Gredos una lucha larga, tenaz. Tuvo lugar en España y eso la hizo aun más heroica. La colección nació buscando
suscriptores, que fueron escasos, y las autoridades educativas y culturales la acogieron con indiferencia. Tampoco las universidades, parceladas, miserables y cainitas hasta en eso, se dieron por enteradas. En Gran Bretaña,
en Francia, en Inglaterra, las colecciones de clásicos gozan de respaldo del Estado o de instituciones que las sostienen. Aquí nada hubo para ella: ningún apoyo oficial, ningún sostén. Ni
siquiera se recomendó a las bibliotecas, donde sigue sin estar. Aun así, los impulsores resistieron con empeño heroico, arriesgando mucho y con beneficio escaso que apenas daba para continuar. Prolongando
el milagro durante más de tres décadas. El catálogo, para quien puede disfrutar de él, es impresionante: Homero, Virgilio, Cicerón, Jenofonte, Polibio, Plauto y todos los grandes, pero también
Lactancio, Zósimo, Dioscórides, Columela, textos de magia en papiros, himnos órficos, epigramas funerarios griegos… Sumergirse en sus volúmenes es un festín de humanidades único
en las lenguas cultas. Ninguno tan ambicioso y tan completo.
Sin embargo, como digo, ese prodigio murió. Empezó a hacerlo cuando, asfixiada económicamente, Gredos fue adquirida por la editorial RBA, pasando de manos de
humanistas a manos mercantiles; a una empresa que sólo atiende, como es lógico, al beneficio comercial. La consecuencia fue la extinción de los viejos objetivos y un planteamiento nuevo: mantener los títulos
y autores más conocidos, unos 150 de los 415 del catálogo; los que son rentables, pero que también pueden encontrarse en otras editoriales. El resto, que daba peso y carácter a la colección,
va desapareciendo a medida que se agotan las existencias. Y es ahí donde el Estado español y los sucesivos gobiernos que lo trajinan, esas autoridades que siempre calculan al milímetro la triste ecuación
subvenciones/votos –les conviene más una tal Leticia Dolera farfullando incoherencias mientras recibe un Goya que un traductor de Apolonio de Rodas–, perdieron una vez más la ocasión de hacer
algo decente: cobijar, defender, salvar, nacionalizar tan excelente patrimonio, garantizando su presente y su futuro. Poniendo a salvo un tesoro fundamental para comprender lo que somos y lo que fuimos; sobre todo cuando los
últimos planes escolares y universitarios nos condenan a una peligrosa orfandad humanista. Pero no. Indiferente a la agonía de uno de los más importantes proyectos culturales españoles del siglo
XX, ese Estado que nunca está ni se le espera miró para otro lado y una vez más bajó el pulgar. Lo que tampoco sorprende en absoluto: hagan, como acabo yo de hacer, el desolador experimento de poner
rostros, nombres y apellidos a los ministros de Educación y de Cultura que ha tenido España en los últimos cuarenta años.
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