Por James Neilson |
En otras latitudes, cualquier dirigente acusado de una fracción de los delitos atribuidos a Cristina tendría que alejarse del escenario político; aquí, las
hazañas extraordinarias en dicho ámbito de la señora la ayudan a dominarlo. Parecería que para millones de personas que siguen votándola, y para los muchos que por un motivo u otro quieren
sacar provecho, aunque sólo sea de manera simbólica, de su popularidad en una zona electoral clave, es una rebelde romántica contra un orden socioeconómico insoportable que, al hacer lo que hizo,
actuó en nombre de los desposeídos.
Puesto que Cristina irá a virtualmente cualquier extremo para mantenerse fuera del alcance de la ley, la Argentina se precipita hacia un futuro oscuro bajo el mando de una señora
que está tan obsesionada por sus problemas personales que no le importan del todo los costos para el país de sus maniobras. Cuenta con la colaboración del presidente nominal, Alberto, que está más
interesado en complacerla que en hacer frente a asuntos menores como la catástrofe económica, la miseria galopante y la inseguridad, de ahí su insistencia en aprovechar la oportunidad brindada por la pandemia
para impulsar una especie de revolución judicial que, a juicio de buena parte de la ciudadanía, sólo serviría para sembrar confusión y de tal modo asegurar que la jefa a la que rinde pleitesía
conserve su libertad hasta las calendas griegas.
Para extrañeza de quienes no la creen un personaje carismático con talentos muy especiales, y decepción de los que imaginaban que Alberto lograría marginarla,
desde mediados del año pasado Cristina se ubica en el centro del sistema político nacional. Todo gira en torno de ella. Es tan fuerte su influencia que distorsiona el pensamiento no sólo de sus simpatizantes
sino también de quienes la desprecian. El resultado es que tanto aquellos que, un sinfín de malabarismos intelectuales mediante, han logrado convencerse de que encarna un proyecto maravillosamente positivo, como
otros que, angustiados por “la grieta”, quisieran que los kirchneristas y sus adversarios más razonables pusieran fin a sus conflictos para fraguar un programa de gobierno común, se sienten tentados
a hacer de la impunidad para malhechores determinados una política de Estado. Después de todo, si para superar las divisiones que tantos perjuicios están provocando al país resultara necesario darles
a Cristina y sus adherentes todo cuanto piden, ¿no valdría la pena apaciguarlos así a cambio de una promesa de abandonar el escenario para siempre?
Por desgracia, tal y como están las cosas, no puede concebirse un pacto político del tipo soñado por los que, a través de los años, han tomado por
modelo a los de la Moncloa que, en 1977, permitieron a los españoles dejar atrás los traumas causados por una guerra civil feroz y la larga dictadura franquista que engendró. Aunque a primera vista los
daños ocasionados por la corrupción institucionalizada de la “década ganada” parecen insignificantes en comparación con los causados por la terrible tragedia española, será
muy difícil repararlos. No es cuestión de buscar la forma de impedir que las aspiraciones divergentes de distintas sectas ideológicas amenacen la gobernabilidad, como es el caso en otros países
en que las grietas políticas motivan inquietud, sino de afrontar el desafío planteado por el hecho desagradable de que hay motivos de sobra para suponer que, en el transcurso de su gestión, la política
más poderosa del país y quienes la rodeaban robaron miles de millones de dólares de las arcas públicas.
Para hacer aún más difícil la situación que se ha creado, parecería que Cristina no quiere ser indultada o amnistiada, lo que, si bien sería
vergonzoso, por lo menos serviría para cambiar el panorama frente al país. Antes bien, quiere que la familia judicial y, claro está, la clase política en su conjunto coincidan en que ha sido la
víctima inocente de una vil campaña de difamación orquestada por la gente de Clarín con la colaboración de una horda de periodistas mercenarios.
Lo que está pidiendo es que todos sean tan realistas como Alberto que, el año pasado, llegó a la conclusión de que al país no le quedaba más
alternativa que la de someterse a una persona que había diagnosticado como una psicópata cínicamente delirante. No parece molestarlo la posibilidad de que una sociedad dispuesta a entregarse así
a una mentira supuestamente patriótica no merecería la confianza de nadie; boicoteada por los perversos mercados occidentales que, antes de arriesgarse en lugares fronterizos, suelen exigir cierta seguridad jurídica,
tendría que depender de la benevolencia interesada de los comunistas chinos.
Una proporción creciente de los habitantes del país sabe muy bien que Cristina está bloqueando los caminos que la Argentina tendría que transitar para que
por fin el desarrollo sea algo más que una fantasía tenue, de ahí los cacerolazos y banderazos multitudinarios que, para fastidio de Alberto, se celebran cada vez que se le ocurre adoptar una iniciativa
impulsada por su benefactora, trátese de la liberación de hordas de delincuentes comunes, la estatización de la cerealera santafesina Vicentin o una reforma judicial que muchos consideran grotescamente
inoportuna.
A los participantes de estas manifestaciones los tiene hartos el protagonismo entre bambalinas de Cristina. Incluyen en sus filas a muchos que el año pasado votaron a favor del
binomio formalmente encabezado por Alberto porque se sentían decepcionados por la incapacidad patente de Mauricio Macri de hacer de la Argentina el “país normal”, sin millones de pobres e indigentes,
que les había prometido. Esperaban que Alberto liderara un gobierno centrista que se concentraría en tratar de resolver los problemas más urgentes sin prestar demasiada atención a las sugerencias
de su excéntrica compañera de fórmula.
Fue una ilusión, claro está. Al darse cuenta de que el presidente privilegiaría por encima de todo lo demás la relación con Cristina, optaron por recordarle
que a pesar de la condición lamentable en que se encontraba la economía nacional, en las elecciones del año pasado la oposición obtuvo más del cuarenta por ciento de los votos. Estarán
en lo cierto los que dicen que Juntos por el Cambio no tiene derecho a creerse dueño de los banderazos, pero ello no significa que haya una diferencia muy grande entre lo que están pidiendo los manifestantes
y lo que procura representar una coalición opositora cuyos dirigentes dicen compartir los principios y el código ético de una clase media que aún cree en el valor del trabajo y del esfuerzo personal.
Para los peronistas, acostumbrados como están a creer que la calle es suya y a aprovechar su capacidad para organizar costosas movilizaciones para intimidar a quienes se niegan
a obedecerles, la capacidad de sus adversarios de hacer lo mismo sin gastar un solo centavo ha sido una sorpresa muy ingrata. Desconcertado por lo que está sucediendo, Alberto no ha pensado en nada mejor que intentar
defenderse cubriendo de insultos a Macri, como si a su entender el ex presidente se las hubiera ingeniado para manipular a la gente desde un escondite en Europa, mientras que otros oficialistas tomaron por aliado al coronavirus
para despotricar contra quienes a su juicio deberían haberse quedado en casa.
Tales reacciones furibundas reflejan el estado de ánimo de los partidarios de un gobierno que, atrapado entre los reclamos perentorios de Cristina por un lado y una crisis sanitaria
cruel por el otro, tiene buenas razones para temer no estar a la altura de las circunstancias en que le ha tocado encargarse de un país que, antes de la llegada de la pandemia, ya corría peligro de caerse a pedazos.
Culpar a Macri por todos los males habidos y por haber, como hace Alberto toda vez que las críticas arrecian, es puro escapismo. Los responsables directos del desastre que estamos
sufriendo se cuentan por miles; los indirectos, puesto que “el pueblo es soberano”, por millones. Sucede que todos los gobiernos de las décadas últimas, entre ellos los de Mauricio y de Alberto, han
tenido algo en común: el facilismo.
Los motivos son dos: uno es que, sin excepción, les ha resultado irresistible culpar a su antecesor inmediato por dejarles “un país en llamas”, insinuando de
tal modo que la prolongada decadencia nacional se debe exclusivamente a errores recientes; otro es que pronto intuyeron que, para solucionar los problemas que desde el llano o durante una campaña electoral denunciaban
con tanta fogosidad, tendrían que tomar medidas que no sólo serían nada populares sino que también enfurecerían a los vinculados con las corporaciones políticas, profesionales y sociales
dominantes. Aterrorizados por la realidad, todos adoptaron su propia versión del gradualismo; así les fue.
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