viernes, 28 de agosto de 2020

Un Presidente entre el enojo y la frustración


Por Claudio Jacquelin

No son buenas semanas para el Presidente y no logra disimularlo. En sus reacciones y apariciones públicas empiezan a emerger expresiones de enojo o de frustración, no carentes de cierta disociación entre su acción y su palabra. Se explica.

Cuatro objetivos relevantes que se propuso Alberto Fernández y que llevan su sello personal no están teniendo el resultado pretendido. Sobre todo, con el que más lo identifica, el que prometió desde la campaña y al que más tiempo y esfuerzo le ha dedicado y le sigue dedicando: la reforma judicial.

La iniciativa llegará desde el Senado a la Cámara de Diputados magullada, deformada y objetada desde casi todos los sectores políticos y jurídicos por razones técnicas o de oportunidad. Las excepciones las expresan los que solo por disciplina partidaria, lealtad personal o dependencia funcional están obligados a defenderla. La conveniencia también suma votos. Muchos más que la convicción.

Hasta algunos de los más fieles colaboradores presidenciales -que estuvieron involucrados desde el origen en el proyecto- terminaron desencantados y contrariados con el texto final, y, como mejor aporte, han optado por el silencio. Es el caso de Gustavo Beliz. Y si algo faltaba, la vicepresidenta Cristina Kirchner terminó por incluirle algunos agregados irritantes antes de degradarla por escrito, al afirmar que no se trata de una auténtica reforma judicial.

Pese a semejante arco de rechazos y críticas, Fernández no ha dejado de invertir capital político y horas de su valioso tiempo para tratar de que el proyecto tenga un tránsito menos traumático por el Congreso y sea sancionado. Ratificación cabal de cuánto de sí mismo está en juego en esta iniciativa.

Ese fue uno de los motivos y temas principales del divulgado almuerzo privado que mantuvo el viernes pasado en Olivos con el senador de Juntos por el Cambio Martín Lousteau. También, causa de las gestiones que hizo ante la dirigencia radical. Pura pérdida.

El derrotero del proyecto judicial parece motivo suficiente para el enojo y la frustración. Pero no está solo. Hay otros tres propósitos y desafíos con los que Fernández pensaba dejar una marca distintiva de su gestión que le están resultando esquivos o más costosos de lo previsto. La renegociación de la deuda bajo legislación extranjera, el manejo de la pandemia y "la unión de los argentinos" no van por la senda soñada.

El acuerdo con los bonistas que está a punto de cerrarse tardó y costó mucho más de lo que se propuso inicialmente. El leading case mundial que el ministro Martín Guzmán le prometió sentar en materia de negociación de deudas soberanas quedó lejos de cumplir los requisitos para ingresar como tal en los libros de historia.

De lo que el país ofreció pagar en principio, sin moverse de allí a riesgo de hacer insustentable cualquier acuerdo, terminará pagando casi 40% más. Así, seis meses después y dejando 16.000 millones de dólares más en el camino (como mínimo), el Gobierno concluyó en un punto bastante más cercano de donde se habían posicionado los acreedores al comienzo de la negociación. Los bonistas rebajaron sus pretensiones apenas poco más del 10%. El logro es haber evitado el default. Por eso, Cristina Kirchner y Fernández, en ese orden, lo coronan de laureles a Guzmán. Varios acreedores se preguntan por qué Sergio Massa y algunos colaboradores suyos muy poco queridos por la expresidenta no están habilitados a festejar.

Pero los esfuerzos deben seguir. Ahora que se iniciaron las negociaciones con el Fondo Monetario, Fernández y Guzmán deberán explicarles a sus autoridades cómo harán sustentable lo que antes coincidían con el organismo en que no lo era. Además, tendrán que mostrar una hoja de ruta de gastos e ingresos que la pandemia complejizó. El veranito de reactivación pospandémico que algunos economistas optimistas se animan a pronosticar no sería suficiente sin abordar algunas reformas más estructurales difíciles de discutir en años electorales.

El karma sanitario

El manejo de la pandemia, del que el Gobierno se enorgullecía enrostrando filminas a muchos otros países, tampoco atraviesa el mejor momento. Los récords de contagios siguen rompiéndose, para sembrar dudas sobre el trabajo de detección, seguimiento y confinamiento realizado en estos 160 días de aislamiento social, que tiene al borde del colapso anímico a buena parte de la sociedad. El esfuerzo valió la pena es un eslogan que ya muchos cuestionan.

Las medidas restrictivas se prolongarán desde el lunes próximo y en muchos distritos se producirá un retroceso a fases más rígidas. Otro motivo para la preocupación (o el enojo). También de la sociedad. Mucho más después de la difusión de la infortunada foto de la comida de Fernández y la primera dama con la familia Moyano, contraviniendo todas las recomendaciones, exigencias y recriminaciones que el Presidente hace a la sociedad. Sin explicar, además, la razón de Estado que habría obligado a hacer algo que está prohibido por decreto para los ciudadanos de todo el país. Peligrosas disociaciones.

En el mismo plano puede inscribirse el propósito de "unir a los argentinos" con el que hizo campaña Fernández y que se impuso como marca registrada de su gestión bajo el lema "Argentina unida". Los interlocutores de la oposición que hablaron la semana pasada con el Presidente están tratando de unir los reclamos que les hizo para bajar la confrontación y algunas expresiones vertidas y medidas tomadas poco después.

Los opositores se afanan, sin éxito, por encontrar coherencia, dado el escaso tiempo transcurrido entre esos pedidos y, por ejemplo, la revelación de una supuesta conversación privada entre él y su predecesor Mauricio Macri destinada a denostar al expresidente con graves acusaciones. A eso suman la nueva identificación de los medios de comunicación como adversarios o el decreto de intervención en el sector de las telecomunicaciones que terminó sin aviso con las negociaciones en proceso con las empresas del sector.

En todas las conversaciones, el Presidente se mostró ajeno (o inocente) respecto de cualquier escalada confrontativa, como si no asociara el impacto causado por algunas de sus últimas palabras o decisiones. Sus interlocutores no logran borrar de su cara el gesto de asombro. Es el mismo que marca a muchos de los colaboradores presidenciales cuando escuchan o leen sus manifestaciones de enojo, que casi nunca advierten en el trato cotidiano. Disociaciones.

La respuesta a algunas de estas relaciones lógicas complejas podría encontrarse en una idea que se ha instalado en el Gobierno: argumentan que hay sectores "poderosos" que les han declarado la guerra, o que nunca terminaron su enfrentamiento con el kirchnerismo. La autopercepción de víctima suele engendrar victimarios. Ya pasó.

El convencimiento dentro del oficialismo de que los hostigados son ellos es cada vez mayor. Y ya trascendió las fronteras de los sectores más radicales, donde siempre anidó esa convicción. Algunos albertistas que se muestran dialoguistas están sufriendo desde hace poco más de un mes una fuerte ofensiva. La distribución de la pauta oficial, por caso, está bajo la lupa de La Cámpora por considerarla benévola con medios críticos o independientes. Es solo un pequeño ejemplo.

Vuelven los viejos enemigos, mientras los éxitos se alejan y las dificultades aumentan. Tal vez eso explique enojos y frustraciones presidenciales, aunque no siempre se vinculen todas las causas. O aparezcan disociadas.

© La Nación

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