Por Marcos Novaro |
Bastaron unas pocas horas para que Alberto sufriera dos dolorosas humillaciones en público de parte de su jefa.
La primera la practicó ella en persona, quitando toda relevancia y utilidad al proyecto de Reforma Judicial, que Alberto viene acunando como su criatura más preciada desde
que asumió: “esta no es la reforma que hace falta, ni siquiera es una reforma”.
Y a continuación lo hizo por interpósita persona, a través del señor Félix Crous, que nos comunicó que si hay alguien en el oficialismo de quien
quepa sospechar manejos corruptos, no es ella, sino el propio presidente. Fue lo que transmitió una resolución de la Oficina Anticorrupción, que de pronto abandonó su letargo para reclamarle al
jefe de Estado que informe a quién tuvo de cliente hasta que asumió el cargo, y exigirle que desista de presidir una empresa con su amiga Marcela Losardo, a la que seguramente también está por llegarle
su tirón de orejas.
El kirchnerismo volvió mejor, mucho mejor
Volvió tanto mejor que está por descubrir por primera vez que en su propia casa hay sospechosos de corrupción, después de tantos años de ignorar las
denuncias al respecto. Y ¿quiénes son? Nada más y nada menos que las cabezas visibles del “albertismo”, ese fenómeno huidizo, indefinido, y pronto extinto: “¿querían
tener a Cristina en el banquillo?, ¡no se atrevan!, pero ahí tienen a Alberto para entretenerse” nos dice Crous, un fanático peón de la señora.
El cuchillo en la espalda de la OA sin duda fue el episodio más humillante. Así que Alberto se negó a contestarle a Crous. Pero lo más alarmante fueron las
palabras de Cristina sobre la reforma judicial: está abriendo el paraguas ante la perspectiva de un nuevo trastazo presidencial, y más todavía, ante la certidumbre de que, aún si se aprobara la
ley, sería insuficiente para asegurarle impunidad. Y como siempre que pasa a la acción, lo hizo aparatosamente, con grandes golpes de efecto. Es que tras el penoso affaire con Vicentin, ¿por qué la
vice va a confiar en que él logre sostener e imponer sus iniciativas, y no termine más bien poniendo en evidencia las fallas del “proyecto K” y retrocediendo ante la resistencia de sus enemigos?
Aunque lo cierto es que ella misma contribuyó, y mucho, tanto en ese caso como en el de la reforma judicial, al fracaso. Así que no es solo falta de confianza en la capacidad
de gestión y en la lealtad de Alberto con los objetivos irrenunciables que abrazó para llegar a la presidencia, lo que empuja a la jefa a lavarse las manos de lo que suceda con ese proyecto. Esto también
refleja una cierta impotencia y desesperación: cuanto más hace por garantizarse su “absolución por la historia”, más queda a la luz que ella le es esquiva, y tal vez le sea imposible
alcanzarla.
Recordemos que cuando desafió a los jueces con esa frase memorable, “la historia me absolvió y me absolverá”, estaba sentada en el banquillo de los acusados,
e incurrió en una evidente inconsistencia: ¿en cuál de las dos versiones creía, en que ya había zafado o en que pronto iba a zafar? Revelando lo insegura que está de poder entrar a la
historia por la puerta grande, de tener asegurado el bronce. Realmente no lo sabe, y esa inseguridad la carcome.
Visto así, su desentendimiento de lo que resulte del proyecto que acaba de votar el Senado está lejos de ser un arranque de malhumor, ni puede generar tanta sorpresa. Es
simplemente la frutilla de un postre que viene cocinando desde el comienzo de la operación para volver al poder: nunca consideró que reformar la Justicia fuera suficiente para lo que le interesa, ni le gustó
que manejara el proyecto gente como Gustavo Béliz y la ministra de Justicia, ni tampoco le gustó que Alberto lo usara para salvar su propia cara, mientras ella tenía que gestionar por su cuenta la manipulación
de jueces y fiscales, la presión sobre la Corte y las cámaras, todo el barro que hace falta mover para borrar del mapa las investigaciones en su contra.
Cómo se desenvolvieron los acontecimientos
Lo esencial de este proyecto, tal como lo concibió Alberto, fue que sirviera como cortina de humo, y cobertura personal, de su propia imagen como “el presidente que vino
a unir a los argentinos”, disimulando la fenomenal operación de manipulación de la Justicia que él sabía se necesitaría para hacer desaparecer las causas de corrupción contra
su jefa y asociados, para que “los absolviera la historia”. Eso estuvo desde el principio bien en claro. Pero para que sirviera como tal cobertura tenía que ser “jurídicamente prolijo y civilizado”,
“atento a las demandas por un mejor servicio de justicia”, y había que dejar que lo moldeara gente como “zapatitos blancos” Béliz, y que lo negociara con los jueces y con la propia Corte
gente que los conoce y se lleva bien con ellos, como Losardo. No impresentables gurkas como Parrilli y Beraldi.
Cuando Cristina presionó para que estos se volvieran los orientadores del proyecto, haciendo a un lado a la gente de Alberto, y permitió que los senadores de provincias
sacaran su cuota de beneficio lotizando y multiplicando los juzgados y cámaras federales, tal como han hecho con las universidades y el empleo público en general, la reforma perdió su principal función.
¿Por qué lo hizo?
¿Habrá sido porque no quería que Alberto mantuviera sus manos lejos del barro, mientras ella se enchastraba en sucias operaciones en el Consejo de la Magistratura,
en la Procuración y en el mismo Senado? Un poco debe haber sido eso. Y otro poco que desde el principio desconfió del apoyo efectivo del presidente y su grupo a las medidas brutales que todos saben que deberán
tomarse para asegurarle impunidad: mover jueces violando por completo el principio constitucional de estabilidad; hacer a un lado y encauzar a los que la han investigado, perseguir a sus adversarios y finalmente meter mano
una vez más en la Corte Suprema para que avale todo eso.
Tiene su lógica que no le gustara nada que mientras todo ella batallaba para que eso sucediera en la trastienda, Alberto estuviera dando cátedra con su puntero láser
y su toga de profesor universitario sobre la magnífica Justicia Federal que reemplazaría a Comodoro Py. Y es lógico que lo impidiera: ¿qué pretendía el presidente, que además
de recibir de regalo el cargo, seguiría abriendo regalos de Navidad y acumulando ceremonias para el bronce, mientras los demás hacían el trabajo sucio?
Claro que, al actuar movida por este muy lógico razonamiento, Cristina devaluó la “cobertura” que Alberto estaba construyendo para hacer tragable la impunidad,
no solo para salvarse él de sus costos. Y eso significó también movilizar a todo el arco opositor, y a los supervivientes de la tercera vía, Lavagna y Schiaretti, en su contra.
Fue sintomático que, apenas el proyecto empezó a tratarse en el Senado y adoptó el cariz que estamos describiendo, Mario Negri lanzara: “esto va por la senda
de la 125”, una afirmación que irritó al presidente, al recordarle el peor trastazo legislativo del primer kirchnerismo, y en el que Alberto fracasó doblemente, ante los Kirchner porque no pudo romper
la Mesa de Enlace, y ante el resto del peronismo porque no pudo moderar a los Kirchner y mantener unido al oficialismo.
Sonaron las alarmas. Y salió Massa a retrucar que era la oposición la que se estaba radicalizando, y gente como Negri la que estaba cortando los canales de diálogo.
Aunque también aprovechó la ocasión para advertir que la reforma llevaría mucho tiempo, reconociendo que con el cariz que había adoptado en la Cámara Alta tenía pocas chances
de pasar el filtro de Diputados. “No van a torcernos el brazo” dijo sacando pecho el presidente. Más o menos como Néstor, al que finalmente está logrando imitar. Lástima que en las peores
cosas y con malos resultados: Cristina debe haber escuchado justamente lo opuesto, que el brazo de Alberto estaba ya doblándose como goma espuma.
Fue entonces que decidió practicar su propio lavado de manos, antes de que Alberto consumara el suyo: “este proyecto no es una reforma judicial en serio, no es lo que necesitamos”.
Lo de Negri quedó chico. Después de desnaturalizar el proyecto más esmeradamente trabajado por el presidente, lo descalificó y tomó distancia de un eventual fracaso: como si dijera “si
fracasa no es porque yo le quité el barniz moderado, sino porque desde el principio fue otra mala idea de Alberto”. Debe haber sido entonces que llamó a Crous y le ordenó que la OA hiciera lo que
hizo.
Alberto podría insistir en que ha sido ella la que ha hecho enojar a los jueces, unirse a la oposición y alejarse a los peronistas moderados y dubitativos. Pero eso sería
hacerse el distraído del fondo del problema: que “la historia la absuelva” es lo único que importa, todo lo demás es sacrificable, por lo que se justifica que el gobierno mueva cielo y tierra
para lograrlo, metiendo todos sus miembros las manos, con el mismo ímpetu y convicción, en el barro. Negociar con enemigos, tibios y líberos, un objetivo de tal valor, y a la vez de tal dificultad, suena
más a traición que a pragmatismo.
Como sea, ambos han venido bailando un minué de desencuentros en la materia que no anuncia nada bueno para lo que viene. Y para lo que en general cabe esperar del gobierno de
los Fernández. Porque el problema es mucho más amplio: la fórmula para tomar decisiones que resulta de la interacción entre Alberto y Cristina parece estar combinando de tal modo sus vicios y talentos,
que cada uno empeora los aspectos problemáticos del otro. Van juntos, y seguirán juntos, pero pueden terminar peor que separados: lo que se comprueba es que Alberto fracasa en moderar a Cristina, y ella fracasa
en dar coherencia al oportunismo de Alberto. El resultado es una secuencia algo anárquica de iniciativas, anuncios, proyectos que cambian de naturaleza y DNUs sorpresivos hasta para ellos mismos, un combo además
de agresivo para el resto de los actores, mal barajado y peor gestionado.
Lo único que se modera es el daño que cabe esperar de malas decisiones. Justamente por la también mala instrumentación de las mismas: pareciera que, cada
vez más, lo único que queda para celebrar del gobierno de Alberto es su torpeza.
Hay algo de tragedia anunciada
Cristina ha podido convencerse de que está a punto de lograr su meta más deseada, o incluso que, en lo esencial, ya la ha alcanzado (como planteó en su equívoca
alocución ante los jueces, “ya me absolvió”), y es por tanto muy difícil convencerla de que se ha propuesto algo imposible, porque la historia no vuelve atrás, no hay forma de que lo
sucedido en la sociedad, la política y los tribunales en los últimos diez años se borre, y ella vuelva a ser tan feliz e impune como en 2007, o 2011.
Y hay también cierta repetición en este peculiar estado de cosas: parece un karma de los líderes peronistas desear intensamente lo imposible, pretender la cuadratura
del círculo de la historia, volver atrás en el tiempo para corregir o borrar los “errores” cometidos. Algo de eso animó a Perón en 1952, y de nuevo en 1973, lo intentó también
Menem en 2003, y luego Kirchner entre 2008 y 2010. No hay, nunca hubo, forma de salir bien parado de esa trampa. Lo que está pidiéndole Cristina a Alberto, y a todos quienes la acompañan, es algo que nadie
puede asegurarle. Su “lugar en la historia”, con lo que ha sido esa historia, y la historia de este país, va a seguir siendo inasible por mucho tiempo. Si tanto lo deseaba, debió haberlo pensado mejor
cuando estaba a tiempo.
© TN
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