Por Arturo Pérez-Reverte |
Dicho en corto, intentas amar a la humanidad, o como se llame esto que somos; pero no te dejan. Y cada vez que necesitas consuelo en tal sentido, héroes a los que admirar, gestos
que te conmuevan, hechos que te devuelvan lo que años y lucidez te quitan poco a poco, letras mayúsculas a palabras necesarias que parecen a punto de perderlas –Dignidad, Honor, Lealtad, Amor, Honradez,
Sentido Común, Solidaridad, Cultura, Educación, Inteligencia–, resulta que la infame condición humana, ésa que durante buena parte de tu vida viste en su fúnebre esplendor, aparece
de nuevo para contaminarlo. Para sacar de nuevo, del fondo del archivo, la realidad de lo que somos y también, tan a menudo, nos gusta ser.
Pienso en eso estos días, cuando basta medio telediario para que el respeto adquirido en los últimos meses por lo mejor del ser humano se vaya al carajo en minutos: fiestas
coronavíricas, playas sin un grano de arena libre, discotecas a tope, terrazas amontonadas, sanfermines sí o sí, mascarillas inexistentes, llevadas en el codo o colgadas de los cojones. Como uno lee libros
y posee recuerdos propios sabe que si algo no nos distingue es la memoria constructiva: la que sirve para prever el futuro y no tropezar en la misma piedra. Es la del agravio y el rencor la única que de verdad nos interesa.
Uno sabe eso porque es viejo y ha viajado, pero lo sorprendente es la rapidez con que ahora se produce el olvido, y hasta la necesidad de olvidar. Las lecciones ni siquiera son ya efectivas durante generaciones. Se olvidan
en pocos meses. En unas semanas.
El problema de todo esto es que termina atenuando la compasión; y eso es peligroso porque lleva a lugares oscuros, o hace que te asomes peligrosamente a ellos. Y voy a serles
sincero: hay días en los que ronda la tentación. Oyes la radio, sales a dar una vuelta, y de pronto crees comprender a ciertos personajes malvados de ficción, o no tan de ficción, cuyo desprecio
por el género humano los lleva a convertirse en genios del mal. En Napoleones del crimen. Intuyes, aunque te repugne hacerlo, algunas razones del capitán Nemo, del doctor Moreau, del profesor Moriarty, del doctor
No, de Fumanchú, de tantos y tantos malos de ficción –o no tanta, en realidad– que en el mundo han sido. Y entonces, durante un siniestro instante, sonríes maléfico y te das miedo a
ti mismo, imaginando.
Millonetis, o sea. Imaginas, por ejemplo, ser millonetis a tope. Estar forrado de pasta y poder comprar cualquier cosa: una isla como base secreta, un ejército de sicarios o sicarias,
una pandilla de hackers de élite, unos laboratorios fabricantes de virus sin vacuna, una flotilla de submarinos con misiles nucleares o gas de la risa… Cualquier cosa que haga la puñeta muy en serio. Y
entonces, tatatachán, desde un búnker en esa isla, bien provisto de una biblioteca con primeras ediciones del Quijote, Conrad y Tintín, con las paredes cubiertas de cuadros de Velázquez, Paolo Uccello
y Ferrer-Dalmau, dedicar el resto de tu vengativa vida a darle por saco a la Humanidad. A sacudir el mundo con crímenes y conspiraciones; no chapuzas guarras sin sentido fomentadas por idiotas, como ocurre ahora, sino
tramas siniestras planificadas y ejecutadas con brillantez y precisión quirúrgica. Imaginen qué pasada, oigan, contratar a un profesor Bacterio para que invente un virus selectivo y mortífero que
extermine a los irresponsables y los imbéciles. O a los políticos. O a los que entran en los restaurantes en chanclas y calzoncillos. Cómo se despejarían las discotecas y las fiestas del tomate.
Y mientras acaricias a tu perro o a tu gato según los gustos, y mientras Monica Bellucci o Brad Pitt –también según los gustos– te dan masajes en la espalda o donde proceda el masaje, observar
el mundo en pleno desparrame mediante pantallas panorámicas mientras emites, juás, juás, juás, escalofriantes carcajadas.
© XLSemanal
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