Por Marcos Novaro
Según el presidente y sus funcionarios, manifestarse contagia. Pero sólo a los que lo hacen en su contra. La infinidad de ceremonias en que él y sus amigos violaron
la cuarentena serían inocuas.
Sus expresiones descalificatorias Alberto Fernández suele acompañarlas, y él cree que legitimarlas, con un disfraz paternalista: nos maltrata, porque nos cuida.
De nosotros mismos, que supuestamente no sabemos cuidarnos. Y algunos, los más enojados con su gobierno, hasta lo demuestran con sus pulsiones suicidas.
A eso suma la mala costumbre de contraponer, como si fueran excluyentes, derechos y necesidades que todo político democrático debe saber combinar, y esforzarse al máximo
por compatibilizar. Porque los sistemas democráticos consisten justamente en eso, no usar unas necesidades contra otras, sino equilibrarlas, buscando siempre la vía para atender unas sin perjudicar otras: hace
falta policía para preservar la seguridad, pero con límites, para que no se vean afectados derechos individuales, como el de no ir preso sin condena, o no ser sometido a tortura o maltrato; si la seguridad fuera
un objetivo absoluto, sería imposible justificar esos límites; de la misma manera, hace falta salud pública, pero no una que logre sus objetivos atropellando las libertades de quienes quiere curar.
Pero para Alberto pareciera que eso no tiene sentido, porque de lo que se trata es de hacer de la salud un valor absoluto, y subordinarle todo lo demás. Así fue que pareció
querer reescribir el manual peronista cuando planteó, muy suelto de cuerpo, al comienzo de la cuarentena, “no me importa si la pobreza sube 10%, si así se evitan 10.000 muertes”. Bueno, parece que
la pobreza va a crecer aún más que el porcentaje que el presidente confesó le sería indiferente, y es seguro que el encierro indefinido no era la mejor vía para minimizar las muertes; pero
nada de eso importa porque él sigue y seguirá repitiendo que la única salida era la que escogió, y de todos modos los pobres son culpa de Macri que ya se sabe “destruyó la economía”.
Con el tiempo fue agregando otras oposiciones absolutas, igualmente absurdas y antidemocráticas: “para ser libres primero hay que garantizarse estar vivos” dijo y
repitió varias veces hace unas semanas, como si fuera una gran idea; y ahora, ante una nueva manifestación contra la reforma judicial y demás abusos de su gobierno, se superó a sí mismo,
“ahí los tienen a los anticuarentena, enfermos o muertos”.
Serán recordados seguramente como grandes momentos de la comunicación presidencial. Los últimos, motivados en los temores que produce en el gobierno la creciente
pérdida de apoyo, el descrédito de su estrategia de encierro y la evidente subordinación de su reformismo institucional a las conveniencias judiciales de la jefa.
Con lo que Alberto no advierte lo mucho que hace para complicarse más la vida: sus palabras sobre la enfermedad y la muerte que supuestamente esperan a quienes se atrevan a protestar
deben haber sido más efectivas para sacar gente a la calle que todos los mensajes en redes sociales de sus adversarios.
Siempre ese sector político ha considerado que quienes están en contra de sus políticas son estúpidos o malditos, o ambas cosas a la vez. Y tienen algún
déficit constitutivo que los hace comportarse así, son en cierta medida “incorregibles”. Por algo, reflotó la palabra “gorila”, que había sido desterrada de la política
democrática desde los años ochenta, no sólo gracias a Alfonsín, también a Menem, y se esmeró en volver a hacerla de uso habitual para aludir a todo aquel que no está “con
el pueblo”, o sea con Néstor y Cristina.
Dicen que así reaccionaron ante una radicalización opositora. Lo vienen diciendo desde 2008. Pero en verdad, el único motor de la radicalización, y de su
consecuencia directa, la polarización crispada, fue el kirchnerismo. Porque el antikirchnerismo siempre fue muy heterogéneo e inorgánico, y dependiente por tanto del centro político. Y el antiperonismo
es tan marginal hoy como fue en los dos mil y viene siendo desde hace décadas. Si hasta un peronista orgánico de todos los gobiernos peronistas como Miguel Pichetto puede volverse un ídolo de los antikirchneristas,
¿dónde está la radicalización opositora y antiperonista?
Así como hay “gorilas” y “antiperonistas” solo en la mente de los kirchneristas, hay “anticuarentenas” solo en los discursos oficiales. Y los
banderazos son una amenaza para la salud solo en ellos. ¿Los contagios se multiplicaron después de las anteriores protestas, o porque la cuarentena se agotó, en muchos lugares nunca se cumplió, y
el gobierno no tuvo nada con qué reemplazarla? ¿Dónde se contagia la mayor cantidad de gente, en autos que tocan bocinas o en el transporte público, colapsado en muchos lugares del conurbano en estos
días, igual que siempre, y en los hospitales, en muchos casos también muy mal preparados para evitar que quienes consultan por una lastimadura se vayan a casa con una gasa y un virus de yapa? ¿Se contagia
gente de la tercera edad saliendo a los balcones con una cacerola o en los geriátricos ilegales que proliferan en la periferia de nuestras ciudades?
Si se hiciera una encuesta entre quienes protestan seguramente se detectaría que sus hábitos de cuidado y su acatamiento de los protocolos de aislamiento no es menor que
en otros sectores de la sociedad. No hay tal “derecha terraplanista”, que rechaza hasta los barbijos, como sí sucede en la ultraderecha trumpista, que en ocasiones se muestra violenta con quienes se cuidan
porque cree que al hacerlo “atacan sus libertades”. Nada de eso se ve en estos pagos, pero igual el gobierno proyecta su propia virulencia en sus adversarios, y ahí lo vemos entonces a Alberto peleándose
con fantasmas.
Seguramente no advierte lo mucho que termina pareciéndose él a Trump. Y lo mucho que sus agresiones y acusaciones delirantes contra periodistas, políticos opositores
o gente común recuerdan las de aquél, un presidente desbocado y paranoico, que simplemente no tolera a quienes no le creen ni le hacen caso.
© TN
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