Por Roberto García |
Es un alivio para los chichones del Presidente que Cristina cambie de instrumento hogareño en sus castigos.
El primer mandoble, entonces, llegó con su parcial deserción intelectual de la reforma judicial (algo así como “no es la que más deseo”), aunque
igual la impuso en el Senado. Y el segundo golpe surgió de la Oficina Anticorrupción que sacudió al Presidente, en su proclamada transparencia, por negarse a individualizar a las empresas privadas a las
que había servido antes de llegar a la Casa Rosada, cuestión que podría desnudar a los “enchufados”, como en Venezuela se llama a los amigos y prósperos empresarios del régimen.
Para muchos, el organismo que responde a la dama al menos fue piadoso en dos de sus causas para no seguir como querellante en su contra, mientras trata de aplicar la dura ley contra
Alberto, quien –como se recordaá– objetaba a Néstor por cierta permisividad antes de abandonar a Cristina como jefe de Gabinete. Recibió dos puñetazos en un mismo round que amplían
un distanciamiento obvio, manifiesto, a pesar de que el mismo hace de capitán en la pelea contra las telefónicas y canales de cable, más conocida como batalla contra Clarín. Sus cercanos dicen que
se arrebató porque, después de la marcha del 17 de agosto, indignado protestaba diciendo: “Les pagamos el sueldo a los empleados, les hemos otorgado (a Clarín, claro) infinidad de prebendas y, encima
de aumentar los precios que nos complican la inflación, alientan las marchas contra el Gobierno, las inducen”. Ciertas o no, esas palabras suenan plausibles. En boca de ella, obvio.
A él nadie podía atribuirle esas execraciones, menos en su relación con la prensa y su intensa relación con Clarín, en todos los niveles. No era su
estilo. Tampoco su destino, al menos para una multitud de bien pensantes empresarios que lo imaginaban moderado, autónomo de su mandante original, creador tal vez de una línea interna –el albertismo–
que abortó apenas alguien hubo de insinuarla (el gobernador Manzur) y algunos con votos, tipo Lammens, se partieron en pedacitos en actuaciones poco destacables. No se consumó el deseo y ese dato se advierte
en encuestas sobre el sector. Vestido de cristinista, sin embargo, Alberto no obtuvo ni un elogio de Ella, jamás un halago público en todo su gobierno, nunca le concedió a su elegido un acierto en público.
Más bien, trascendieron críticas suyas sobre la gestión, poca velocidad y nula eficacia. Pero sí les arrojó salvavidas a otros en situación de riesgo, como Guzmán, Kiciloff
y Berni. No se recuerdan otras bendiciones en estos meses: parca, exigente, poco generosa en halagos, actúa como la jefa de una “orga” de otras décadas, rechaza y desprecia los contactos externos,
solo habla para los propios, protege y exalta su capital interno, revela una coherencia distinta a la genética mutante de Alberto, considerado una suerte de delfín: mamífero marino que cambia la piel cada
dos horas.
Scioli. Unos lo observan como un nuevo Scioli, sin poder propio, frustrado por el maltrato y su obediencia ciega, calvario
iniciado a los pocos meses como vice cuando le quitaron, de un día para el otro, el despacho en la Casa de Gobierno. Y hasta lo denunciaron folicularios de turno para desplazarlo. Fue una campaña. Pero en el
juego de las comparaciones le trasladan a AF otro rol, más cinematográfico: un Zelig, aquel personaje de Woody Allen que se mimetizaba en otra personalidad según la conveniencia del entorno. Quizás
no le queda otra alternativa: la secuencia diaria en las redes sobre sus abundantes dichos en el pasado contra Cristina es una ayuda memoria para una mujer que jamás olvida y, como no se siente Dios (aunque algo hay
que temerle, como dijo), tampoco requiere obligación para perdonar.
No es Fernández el único en esa lista de conversos, nombres necesarios para una coalición electoral, quizás para integrar un gobierno, aunque de escasa confiabilidad
para quien viene averiada por su vista gorda frente a la traición de tres ex secretarios devenidos en magnates y un hijo que siempre consideró putativo, como Lopecito (el de los bolsos), parte de ese muestrario
que todavía la “rosalea” como ciertos artículos, determinados periodistas y programas. Rosalea se trata de un nuevo verbo en la oficiosa jerga oficial que se refiere a una añeja afección
en la piel que a ella le aparece cuando se pone nerviosa.
Salió Kulfas de ese radio crítico (porque lo desembarazaron de Energía), invitado ahora a explicar medidas del Gobierno, igual que los silenciosos Pesce, Chodos
y Cecilia Todesca, en prevención a las inciertas señales que se formulan en el mercado sobre faltante de dólares y picos de inflación. No incurren en excesos, al revés del entusiasmo que
vende Cafiero sobre la fuerte recuperación de la economía: hubo un interesante repunte en mayo y junio, pero julio y agosto solo registra mantenimiento en la línea de la meseta. Casi todas las expresiones
públicas del Gobierno se han volcado a través de la consultora de Susan Segal, especializada en encantar gobernantes en la Argentina desde los tiempos de Carlos Menem y auge de los Rockefeller. Poco cambia: hoy
la contratan hasta los de La Cámpora. Menos que sus funcionarios habla Guzmán, quien se reserva para el champagne del cierre acordado con los bonistas para festejar con explicaciones diversas en la poderosa AEA,
zoom que debió suspender hace una semana por las complejidades que faltaban para el convenio. Al menos es lo que alegó al suspender el cónclave.
No se cree que haya habido alguna inhibición política, superior, por los empresarios que participan de ese instituto. El ministro está empeñado en robustecer
su imagen, ya que contrariamente a lo que sospechaba –no era el único– el anuncio del arreglo con los bonistas no convocó a una suba de activos, finalizó en una baja progresiva. Como si hubieran
fallado los algoritmos o alguien hubiera hecho ascender bonos y acciones para vender más tarde. Picardías del mercado, tal vez. Igual, Guzmán ya justificó su permanencia durante los próximos
meses en el cargo para negociar con el FMI, es el menos comprometido de todo el Gabinete. Y eso que ha ampliado su órbita de control casi sin quererlo y ahora parece más cristinista que Máximo. Es lógico:
siempre los hijos y, en particular las hijas suelen cuestionar a sus padres o madres.
Pasa en todas las familias, cuestiones generacionales.
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