Por Fernando Laborda
Alberto Fernández se convenció de que una cuestión que al principio le rindió buenos réditos políticos, como la lucha contra el coronavirus,
solo le provocó un creciente desgaste en los últimos tiempos. En un santiamén, y en el peor momento de la pandemia en la Argentina, decidió cambiar el eje de la discusión, mostrarse concentrado en la gestión económica y menos abrazado a la cuarentena.
En términos de imagen en la opinión pública, el Presidente llegó en los últimos días al mismo lugar en que se encontraba allá por marzo, cuando recién se empezaba a hablar de los peligros del Covid-19. Durante los últimos cinco meses Alberto Fernández estuvo atrapado en una suerte de montaña rusa, en la que vivió
la excitación propia de fuertes subas y el vértigo de una caída final que lo devolvió al mismo punto de partida, aunque más desaliñado, algo aturdido y con frecuencia cardíaca
acelerada.
El interrogante que cabe formularse ahora es si el Presidente, además de modificar el eje de un discurso que lo mantuvo capturado durante demasiado tiempo, será capaz
de cambiar la agenda del país y exhibir un horizonte esperanzador. Más aún, si podrá hacerlo mientras continúe siendo percibido como un lazarillo de Cristina Kirchner .
El hecho de que anteayer dejara atrás las agotadoras conferencias quincenales del "trío cuarentena", en las que desplegaba sus dotes de docente ayudado por
filminas, y las reemplazara por un video de apenas cinco minutos dice bastante de su nueva estrategia comunicacional. Mucho más indica su mensaje del mismo día desde Puerto General San Martín, a orillas
del río Paraná, en el que, rodeado de siete mandatarios provinciales, anunció la creación de una sociedad del Estado para administrar la hidrovía. El contenido y el tono de este discurso dio cuenta del inicio de su tan mentada alianza con los gobernadores y de un acercamiento al federalismo que no caracterizó precisamente a Cristina Kirchner.
El Presidente y la vicepresidenta dan muestras de haberse dividido la gestión por áreas. Aun cuando el Ministerio de Justicia haya quedado en manos de alguien de la
más estrecha confianza del primer mandatario, como Marcela Losardo, casi todo indica que se trata de un ámbito de mayor incumbencia de la expresidenta. Y por momentos, el Presidente parece ser más cristinista que la propia
Cristina, como cuando adopta medidas como la intervención de la cerealera Vicentin o el reciente decreto de necesidad y urgencia para declarar servicios públicos la provisión de servicios de internet, la televisión paga y la telefonía fija y móvil.
Uno de los problemas que aquella división del trabajo le ha venido generando a Alberto Fernández es que los costos políticos de los errores de su vicepresidenta
los termina pagando él.
Tanto es así que, desde abril hasta hoy, la imagen positiva del jefe del Estado se depreció en una proporción mucho mayor
a la experimentada por su compañera de fórmula. Si se analizan los relevamientos de Poliarquía Consultores de abril, se advierte que Alberto Fernández ostentaba
un nivel de imagen favorable del 71%; hoy ese porcentaje descendió al 56%, un descenso de 15 puntos. En el mismo lapso, la vicepresidenta solo cayó dos puntos, desde el 35%.
Las megaconferencias sobre el coronavirus desde la quinta de Olivos también le dieron al jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, minutos de aire que potenciaron su imagen a nivel nacional. Un hecho que siempre fue reprochado desde sectores internos de la coalición gobernante.
Si se analizan los sondeos de opinión pública, puede advertirse otra razón para que el Gobierno optara por abandonar esa metodología de comunicación.
De acuerdo con los mismos datos de Poliarquía, mientras el Presidente vio caer su imagen positiva en 15 puntos entre abril y agosto, Rodríguez Larreta experimentó
en el mismo lapso una suba de dos puntos, pasando del 56% al 58%.
Con otra metodología de medición, las encuestas de Giacobbe & Asociados muestran que, hacia el 10 de abril, Fernández tenía una imagen positiva del
60,4% y una negativa del 19,6%, con un diferencial favorable de casi 41 puntos. Según la medición concluida el 13 de agosto, su percepción positiva había bajado al 37,1%, en tanto que la desfavorable
había crecido hasta el 44,6%, un diferencial negativo de 7,5 puntos. Para la misma consultora, en igual período, la diferencia entre imagen positiva y negativa de Rodríguez Larreta prácticamente
no varió y es actualmente de 17,1 puntos.
Cabe preguntarse cuánto habrá tenido que ver esta particular pugna con el alcalde porteño en el rechazo del Ministerio de Educación de la Nación al protocolo propuesto por Rodríguez Larreta para abrir las escuelas a unos 6000 alumnos que, por distintos motivos, quedaron fuera de las clases a distancia.
La caída del Presidente se explica por la posición de un sector de la ciudadanía más independiente y también más volátil, que es
el que define los actos electorales. No es ni más ni menos que el segmento de la sociedad que le permitió a Alberto Fernández alcanzar el 48% de los votos en octubre, el que ayudó a Mauricio Macri a vencer a Daniel Scioli en 2015 y el que le permitió a Cristina Kirchner alcanzar el 54% en 2011.
El Presidente tomó nota del estado de la opinión pública y se apresta a relanzar su gestión desde mañana. Se dará a conocer un elevado nivel
de adhesión al canje de deuda bajo legislación extranjera que nos hará olvidar del default, al menos por cierto tiempo; se anunciarán algunas de las 60 medidas tendientes a reactivar la economía
y se difundirá un plan de seguridad para el Gran Buenos Aires.
Las dudas continuarán en la economía. Uno de los dilemas más inmediatos, concluida la renegociación de la deuda, pasará por la demanda de dólares,
que no es otra cosa que la desesperación por desprenderse de los pesos. Frente a la pérdida de reservas del Banco Central para hacer frente a las compras de 200 dólares mensuales que pueden hacer los argentinos,
hay un menú de opciones: profundizar el cepo cambiario, lo cual agrandará la brecha entre las cotizaciones en el mercado oficial y el paralelo; subir la tasa de interés para ofrecer otra alternativa al ahorrista, al costo de mayor recesión, o devaluar el peso en el mercado oficial, a riesgo de potenciar la inflación. También
podría aumentarse el impuesto a la compra de dólares -hoy del 30%- para desincentivar el ahorro en esa moneda. Y, descartada la opción de pedirle más recursos al FMI, el Gobierno podría empezar
a bajar el gasto público y dejar de emitir moneda. Algo que pocos imaginan.
Sin un plan fiscal, monetario y de reformas estructurales coherente, en poco tiempo más, la opción para el Gobierno sería hacer el ajuste y perder votos o no
ajustar y perder más dólares.
Incentivar el consumo exige estimular la inversión; de lo contrario, como apunta Claudio Zuchovicki, solo estaremos condenados al desabastecimiento. Tal vez una buena señal sería dejar de insistir en ideas radicalizadas, como la reforma judicial o el decreto
sobre telecomunicaciones, que atentan contra la división de poderes y la seguridad jurídica, principios sin los cuales son impensables las inversiones productivas.
Por ahora, solo se escuchan alusiones al Estado como motor de la recuperación económica, una suerte de Plan Marshall sin financiamiento genuino. Y si la solución pasa por más emisión monetaria o por más aumentos impositivos, sabemos
lo que nos espera: la continuidad de un estancamiento sustentado en la repetición de errores.
© La Nación
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