Por Pablo Mendelevich |
Los troyanos lo acogieron complacidos dentro de sus muros sin saber que el caballo llevaba en el vientre a los soldados enemigos que les darían muerte. De ahí viene lo
del "presente griego", quintaesencia del engaño destructivo.
La reforma judicial con amnistía encubierta, en cambio, carece tanto de originalidad como del indispensable factor sorpresa que se requiere para hablar de un Caballo de Troya.
Profanador de causas nobles, el kirchnerismo ya usó esta treta mil veces. Que la experiencia les resulte inútil a muchas personas que de buena fe vuelven a comprar el mismo arenque en lata que los había
intoxicado antes no significa, por cierto, que de repente el producto se volvió virtuoso y sus distribuidores devinieron próceres de la bromatología.
¿Qué fue lo que hizo tantas veces el profanador de causas nobles? Vistió con ropaje atractivo, de imperiosa necesidad y auténtica urgencia, medidas lustrosas
que en verdad eran los carruajes destinados a llevar a buen puerto segundas intenciones, unas veces agazapadas, otras a cielo abierto. Ejemplo sonoro: la ley de medios. Sus promotores agitaron la causa justiciera de terminar
con la concentración mediática que afectaba a la calidad de la democracia mientras con el dinero de los ciudadanos armaron un monopolio propio, mixtura de control estatal y medios privados comprados por testaferros.
Doblete: se quería destruir al grupo mediático privado más grande para construir uno gubernamental. Es decir, para ir a un sistema mucho menos plural, ese sí antagónico con la democracia.
¿De nuevo hay que recordar que Santa Cruz fue la pista de pruebas del prototipo institucional que después echaron a rodar a nivel nacional? En cualquiera de esas estratagemas
aldeanas de la prehistoria kirchnerista se puede entrever la paleta de recursos que Cristina Kirchner tuvo en mente cuando diseñó la reforma judicial autosatisfactoria que Alberto Fernández, un caballero,
se atribuye. En 1993 el gobernador Néstor Kirchner hizo, a imagen y semejanza del Pacto de Olivos, un Pacto de Río Gallegos para reformar la Constitución santacruceña y ser reelecto. El PJ tenía
16 de los 24 legisladores, pero solo 9 respondían a Kirchner. ¿Cómo consiguió con esa minoría llevar adelante una reforma constitucional? Arregló con los radicales. Les aceptó
todo lo que pidieron: crear mecanismos de participación ciudadana, incorporar el tema del medio ambiente en la Constitución, sumar un vocal por la primera minoría en los organismos descentralizados y autárquicos
y comprometerse a dejar de intervenir en esos entes, lo que después, obviamente, nunca se cumpliría. Kirchner controló los reglamentos de la convención constituyente, impuso así su voluntad
en todos los frentes sin dificultades y, por supuesto, fue reelecto.
Al año siguiente decidió terminar de controlar la Justicia. ¿De qué manera? ¿Adivinó el lector? ¡Sí! Amplió el Tribunal Superior
(TSJ). Lo llevó de tres miembros (aunque en los hechos había dos) a cinco. Puso tres jueces.
En 1998 organizó otra reforma constitucional para implantar la reelección perpetua. Como tampoco tenía los dos tercios necesarios de los legisladores y los radicales
ya eran un poco menos ingenuos que cuatro años antes inventó un atajo. ¡Ma' qué dos tercios ni ocho cuartos! Cambió el método constitucional para hacer la reforma. Metió una
consulta popular no vinculante, un resorte que él había consagrado en la reforma anterior con sentidas plegarias a la participación ciudadana. Violar la Constitución para poder reformarla con el
fin de perpetuarse es algo que en ninguna república pasaría el control de la Justicia, claro, pero en Santa Cruz, queda dicho, la Justicia ya era un brazo de Kirchner, de modo que los jueces bendijeron todo (un
juez descarriado ordenó suspender la consulta popular, pero el TSJ metió mano mediante un exótico per saltum, anuló lo dispuesto por el desobediente y ahí nomás el pueblo fue llamado
a las urnas). Tan escandaloso fue que en Buenos Aires hasta un ilustre jurista cometió el exabrupto de comparar la maniobra de Kirchner con las cosas que hacían los nazis. Se llamaba Eugenio Zaffaroni.
En campaña el gobernador agitó "mejoras institucionales" más elegantes que su propia reelección a perpetuidad (interrumpida al ganar la presidencia),
como la creación del Consejo de la Magistratura provincial y, sobre todo, la incorporación de la figura del diputado por pueblo, algo que a muchos santacruceños les sonaba agradable. Después esto
lo sazonó durante la convención constituyente con modificaciones electorales que les causarían desventajas permanentes a los opositores (un hábito que en Santa Cruz encabeza la ley de Lemas). A
esa altura el radicalismo ya se había ido de la convención de un portazo.
Vamos, esos son principios. Aunque no está muy claro si principios morales en defensa de la república o principios porque están al comienzo de los atropellos kirchneristas,
cuya fluidez deja a los objetores convertidos en extras del anecdotario inaugural. Digámoslo de otra forma: algunos radicales hoy se brindan consuelo recíproco respecto de la imposibilidad de los Fernández
de agrandar la Corte Suprema. Si llegan a conseguir hacer la reforma, explican, en el Senado no les daremos los dos tercios para que designen nuevos miembros. Cristina Kirchner debe reírse para adentro cuando lee eso.
A esta altura creer que a un huracanado proyecto institucional K (bueno, la impunidad para todos y todas según el envoltorio sería un proyecto institucional) se lo bloquea
con una ventaja parlamentaria de cuatro bancas (lo que le falta al oficialismo para tener los dos tercios del Senado) es una señal inquietante. Significa que a Cristina Kirchner no se le terminan de reconocer la imaginación,
la creatividad, la experiencia, la condición de discípula aplicada, el profundo conocimiento del Estado, la mentalidad abogadil, el tesón, al decir de Pepe Mujica la terquedad, también la obsesión
con sus causas judiciales, y la inescrupulosidad de la que dejó registro en incontables ocasiones. No son cualidades separadas sino articuladas.
Claro que ella no es infalible, que también tuvo sus tropiezos, entre ellos la reforma judicial anterior, en 2013, inspirada en la batalla contra el Grupo Clarín. Esa reforma,
de seis leyes, en gran medida se frustró por la intervención de la Corte Suprema, que entre otras cosas declaró inconstitucional la espina dorsal, las reformas del Consejo de la Magistratura, por seis
votos contra uno., el del jurista hipercrítico devenido kirchnerista: Zaffaroni. Si es por profanar la noble causa de mejorar la justicia, pues, hay antecedentes. Pero nunca antes de ahora se había impulsado
desde el poder una reforma de un sector del Estado capaz de beneficiar en forma personal a sus ideólogos.
Como se puede apreciar en el rápido repaso del historial santacruceño las soluciones Kirchner con beneficios ulteriores vienen en dos versiones, con y sin consensos. La
sorpresa no está en el interior del Caballo de Troya sino en los procedimientos inesperados, políticos, leguleyos, ornamentales, lo que fuere. La novedad ahora es que las versiones con y sin consensos aparecen
combinadas. Por un lado, como explicó Gustavo Ybarra en LA NACION del domingo, el oficialismo está negociando cargos judiciales en el interior para asegurarse los votos en la Cámara de Diputados que permitan
aprobar la reforma. Y, por otro lado, confronta con los sectores mayoritarios de Juntos por el Cambio congratulados por las importantes manifestaciones de protesta del lunes.
Ese día, en el aniversario de la muerte de San Martín, Cristina Kirchner hizo por Twitter un elíptico llamado a "la unidad nacional" que llamó la
atención. Horas después, quejoso del "banderazo" opositor, Agustín Rossi, el ministro de Defensa, defendía el concepto de reforma judicial facciosa. "¿Dónde se ha visto
que tengamos que retirar un proyecto porque no le gusta a la oposición?". Aunque la pregunta de Rossi tuvo una formulación discutible, ya que no se trata de gustos y tampoco es la mera oposición en
sentido orgánico la que protesta, a Rossi se le podría contestar rápido: por las protestas el Gobierno reculó con la expropiación de Vicentin. Un desaguisado mayúsculo, pero probablemente
menor que el de la amnistía enmascarada.
© La Nación
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