Por Carmen Posadas |
El artículo del que hablo se llama El mundo es de los mediocres y en él me maravillaba de que personas que no son inteligentes ni preparadas, tampoco talentosas y ni siquiera trabajadoras o perseverantes alcanzan
metas más elevadas que otras que sí lo son. Por supuesto, la hegemonía de los mediocres no es un fenómeno nuevo. El artículo anterior hablaba de Stalin, al que su correligionario Trotski
desdeñosamente tachó de «mediocre y oscuro» solo para comprobar con estupor cómo Stalin no sólo lograría acabar con él, sino que incluso hizo palidecer al mismísimo
astro rey de la revolución, el camarada Lenin. ¿Cómo? Simplemente, con una eficaz combinación de atributos y tácticas que los mediocres manejan como nadie. Un mediocre, antes de llegar arriba,
vuela bajo el radar para no despertar suspicacias, es maestro en el arte de hacer la pelota y, sobre todo, en practicar el ‘divide y vencerás’. Cuando por fin lo logra, lo lógico sería pensar
que modificaría su conducta volviéndose menos mediocre. Pero no. Puesto que sabe que no puede hacerse amar, decide hacerse temer y, para preservar su posición, se rodea de una nueva cohorte de otros mediocres
que le sirven de guardia pretoriana e impiden el paso a personas de talento. Así suele producirse la irresistible ascensión del Homo mediocris. Como, según Mark Twain, la historia no se repite pero rima (e incluso se autoparodia, añadiría yo), ahora tenemos la versión 2.0 de Iósif
Stalin en Nicolás Maduro, por ejemplo. Si Stalin logró sojuzgar a fuerza de sangre y hambre a millones y millones de rusos, Maduro, más burdo y aún más mediocre que él, logra otro
tanto con idéntico sistema e igual éxito.
Si lamentable es la existencia de mediocres en puestos relevantes, más lamentable aún es que proliferen como setas en nuestra vida diaria. ¿Será una especie
en alza? ¿Se ha multiplicado su número en los últimos años? ¿Estaremos incluso cometiendo un error al educar a nuestros hijos en el esfuerzo y en valores positivos cuando quizá les sería
más útil adquirir otras herramientas más inconfesables y rastreras? Uno de los datos que más sorprende en una sociedad avanzada como la nuestra es comprobar cómo, sin darnos cuenta, piedras
angulares sobre las que hasta ahora se cimentaba la convivencia empiezan a ser desechadas y sustituidas por otras. Cuando ya nadie usa la palabra ‘verdad’ sino solo ‘relato’; cuando ‘compromiso’,
‘confianza’, ‘colaboración’ o ‘solidaridad’ son mantras que la gente repite pero rara vez cumple; cuando todo es cosmético en vez de real, uno se pregunta si no será
que el reino de los mediocres ha llegado para quedarse. Porque cuando la opinión de un influencer tiene más repercusión que la de un premio Nobel; un cocinero cuenta con
más predicamento que un físico nuclear; y cuando lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo reprobable se tasan solo por número de likes y pulgares arriba, no es fácil que alguien apueste por la excelencia. Siendo así, ¿para qué (puede argumentar un joven) voy a romperme los cuernos
en formarme y adquirir conocimientos y experiencia si lo que muchos empleadores buscan en mi currículum es el número de mis seguidores en las redes sociales? Suena desolador, lo sé, pero quiero pensar
que el hecho de que, de pronto, a tantas personas les haya interesado un artículo sobre este tema publicado años atrás de alguna manera indica que somos muchos los que hemos descubierto las artes del Homo mediocris. Y ese es el primer e indispensable paso para atajar su irresistible ascensión.
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