Por Loris Zanatta |
El historiador se sienta al margen, no tiene terapias. Mira atrás, se pregunta: ¿estamos listos? ¿Hemos construido un barco fuerte para la tormenta? ¿O una bañera
que hace agua? ¿Hemos confiado el timón a manos expertas? ¿O pusimos un mono al mando?
Si es verdad que el mundo tiene convulsiones, que toda apariencia de orden se ha perdido, que el futuro es niebla y el pasado un recuerdo lejano, también lo es que no estamos
todos en el mismo barco.
Mientras los remolinos amenazan con engullirnos, están los que entonan el "dies irae" (Días de ira) y los que mantienen los nervios fuertes, los que bailan en
el puente y los que maniobran para esquivar el iceberg, los que aprovechan el caos para embolsarse las fichas en la mesa de juego y los que se arremangan.
Pensé en ello leyendo el último discurso de Mario Draghi, ex presidente del Banco Central Europeo. Un coro de elogios se ha levantado en Italia, en Europa, incluso más
allá. Curioso, porque es un moderado, no un taumaturgo; un pragmático, no un soñador; un hombre de otras épocas, dadas las chabacanas en las que vivimos.
¿O no? ¿O el aplauso para Draghi, una ovación teatral más que de una cancha, es una señal? ¿Será que, en medio de la oscuridad y la incertidumbre,
crece un difuso deseo de sensatez y razonabilidad? ¿De dirigentes “fríos” pero capaces en lugar de cabezas “calientes” pero vacías?
No porque Draghi revelara una fórmula mágica. Al revés: ¡porque es sordo a las sirenas de la demagogia, a los gritos de los vendedores! “Dame la serenidad
- dijo, citando la oración de Niebuhr - para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el coraje para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para comprender la diferencia”.
Habló de Europa, pero los temas son globales: la historia está en una encrucijada, el precipicio está cerca, es hora de decisiones difíciles que pesarán
sobre el futuro del planeta y de nuestros hijos. Si hay una época en que el presente no puede prescindir de una idea del futuro, es esta. Si es que uno la tiene.
Una idea económica, pero sobre todo ética: urge reactivar las inversiones, la producción, el empleo, el consumo, advierte Draghi. ¡Nada de “decrecimiento”!
Sin ellos, adiós “welfare”; sin progreso, ninguna solución a los problemas del progreso, cambio climático incluido.
¿Subsidios para los más débiles? Sin duda. ¿Endeudarse? Inevitable. Pero ojo: “esta deuda será sostenible si se utilizará con fines productivos”.
La deuda es como el colesterol: “deuda buena” es la que se invierte en capital humano, infraestructuras cruciales, ayudas a negocios solventes; “mala deuda” es la que derrama prebendas hoy para llenar
las urnas mañana; no dejará sino escombros.
¿La clave? Educación, investigación, innovación, flexibilidad: debemos “preparar a los jóvenes para gestionar el cambio y la incertidumbre en sus
trayectorias de vida, con sabiduría y juicio independiente”. Ya que les dejamos una tremenda deuda, que al menos tengan las herramientas para enfrentarla. El espíritu sea el mismo de la generación
que reflotó el mundo después de la Segunda Guerra Mundial.
Diferente contexto, mismos principios: responsabilidad, realismo, pragmatismo; ningún mejor antídoto contra el pauperismo antimoderno de unos y la nostalgia soberanista
de otros que un sano y ambicioso reformismo, que un nuevo universalismo. En resumen, cuando los tiempos se ponen difíciles, es la hora de los competentes, los valientes, los previsores. Ya basta de los cínicos
ignorantes, los inútiles arrogantes, los oportunistas inmorales que pululan hoy.
¿Entonces? ¿En qué barco estamos? Cada uno se mire en el espejo de su país. ¿Invierte en la producción o subsidia clientelas? ¿Cuida la escuela
o la entrega a los sindicatos? ¿Tiene un futuro en mente o solo culpa al pasado? ¿Ve más allá de sus narices o piensa en hacer botín y garantizarse la impunidad? ¿Construye instituciones
duraderas o las usa como armas contra los enemigos?
Para un Lacalle que invoca una nación “construida por mucha gente, muchas ideologías”, para una Merkel que practica la ética de la responsabilidad, para
tantos que mantienen derecha la barra del ethos republicano, hay un Bolsonaro que amenaza el Congreso y brota intolerancia, un Trump que pisotea la constitución e invoca el supremacismo blanco, líderes y gobiernos,
desde Putin hasta Maduro, que en el futuro solo se ven a sí mismos, ineptos pero eternos. El gobierno argentino va por ese camino: definir “aluvión psiquiátrico” una protesta pacífica
es digno de Bielorrusia; comparar al Covid con el gobierno anterior una broma de taberna. ¿Piensa en el futuro? O solo ¿“tiene todo el pasado por delante”?
Quizás la lluvia de aplausos a Draghi sea realmente síntoma de un nuevo clima, un tímido indicador del ocaso de la locura populista, del nacionalismo estrecho, del
plebeyismo vulgar, del simplismo por kilo. Quizás el río de la historia, tras superar los grandes rápidos, está a punto de redescubrir la vocación universalista, el aliento cosmopolita al
desembocar en el mar. Quién sabe. Mejor no ilusionarse. ¿Qué quedaría de los aplausos si sus palabras se convirtieran en hechos? ¿Si creciera la exigencia escolar, se evaluará la administración
pública, se recompensara el mérito, se fomentara la productividad, se reprimiera la evasión fiscal, se castigara la corrupción? ¿Cuánto tardarían las mil tribus corporativas para
levantarse en defensa de sus privilegios? Poco, creo. Igual vale la pena intentarlo.
© Clarín
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