Por José Nun (*) |
Como escribe José Carlos Chiaramonte, no tuvimos "una tradición de prácticas representativas durante el período colonial, tal como las de las colonias
norteamericanas -donde, a diferencia de los cabildos, sus asambleas eran frutos de comicios y tuvieron capacidad legislativa". Más aún que, en el Norte, ya antes de la independencia, los impuestos que se
pagaban a la Corona inglesa estuvieron sujetos al consentimiento de los colonos y a su control sobre la ejecución del gasto público, algo que nunca sucedió aquí. Si a esto se añade que, antes
de 1853, la regla fueron las facultades extraordinarias concedidas a los gobernadores, es claro que nuestros orígenes estuvieron cubiertos por una verdadera maleza "autocrática". De ahí que Juan B. Alberdi, principal redactor de nuestra Constitución inspirada en la de los Estados Unidos, fuera consciente de su limitada aplicabilidad no obstante un presidencialismo que
superaba al de su modelo.
Es cierto que, a diferencia de Europa, tampoco aquí hubo una aristocracia. Pero el liberalismo económico fue la vía para que, en su lugar, se consolidase una
elite que, amparada en el lema roquista de que al Estado solo le incumbían garantizar "la paz y la administración", estableció esa plutocracia a la que llamamos la República Oligárquica.
Fue el comienzo de una tradición que, con rasgos cambiantes, llega hasta nuestros días y para la cual la única separación que importa no es entre los poderes sino entre quienes mandan y quienes
obedecen.
Valga un ejemplo de esa continuidad. La gran oleada inmigratoria que cobró fuerza en los años 80 incluyó a anarquistas dispuestos a defender por todos los medios
los derechos de los trabajadores. En 1902 estalló una huelga general y el gobierno sancionó un proyecto que había presentado en 1899 el senador Miguel Cané. Nació así la ominosa ley 4144 de Residencia de Extranjeros, que autorizaba al Poder Ejecutivo tanto a impedir la entrada como a expulsar a aquellos extranjeros "cuya conducta comprometa
la seguridad nacional o perturbe el orden público". La decisión quedaba por completo al arbitrio del Ejecutivo sin ninguna intervención del Poder Judicial. Al aplicarla se puso cuidado en expulsar
solo al jefe de familia, deshaciendo hogares so pretexto de que esto sería un mayor disuasivo para los demás inmigrantes. Lo notable es que, pese a su evidente carácter anticonstitucional, sucesivos gobiernos
mantuvieron la ley. Desde Hipólito Yrigoyen que la siguió utilizando en la lucha contra los anarquistas hasta Juan Domingo Perón, que la usó no solo durante su campaña de 1946 contra el agio y la especulación sino para reprimir a izquierdistas "indeseables".
Aunque cueste creerlo, la norma perduró por más de medio siglo y recién fue abolida por Arturo Frondizi en 1958.
La elección de Yrigoyen en 1916 desbrozó el terreno pero no lo desmalezó. Baste recordar que su propósito era que la "Causa" le pusiera fin
al "Régimen" oligárquico en la convicción de que el radicalismo no era un partido político "que reclama sufragios para sí mismo" sino lisa y llanamente "la unión
civil del pueblo argentino", la patria misma, con lo cual la oposición pasaba a ser la antipatria. Esta fue la base del fuerte personalismo de Yrigoyen, que acabaría fracturando a la Unión Cívica Radical, y de su escaso respeto por la separación de poderes. Fue también la simiente del movimientismo populista que llega hasta
nuestros días y que nadie encarnó mejor que Perón.
Desde su estadía en Italia entre 1939 y 1941, este iba a ser toda su vida un declarado admirador de Benito Mussolini, incluidos el programa corporativista del Duce, sus abiertos elogios al totalitarismo y su entusiasmo por las enseñanzas del filósofo y jurista
alemán Carl Schmitt, que militó en el nazismo, definía a la dialéctica "amigo/enemigo" como la esencia de la política y proponía eliminar la representación para que
el pueblo eligiera a su líder por aclamación. En este sentido, ya en el siglo XIX Jefferson había prevenido sobre el riesgo de los "despotismos electivos" y Tocqueville advirtió sobre
el peligro de lo que prefirió llamar un "despotismo democrático", esto es, un régimen que mantiene las formas externas de la libertad bajo el manto de la soberanía popular: "En este
sistema, los ciudadanos abandonan su estado de dependencia solo el tiempo necesario para elegir a sus dominadores y luego retornan a él".
Entre nosotros, por largos años ni siquiera se respetaron esas formas externas y la maleza se fue espesando. A partir del golpe de Uriburu en 1930, soportamos seis dictaduras
militares durante bastante más de tres décadas. En 1932 se recurrió explícitamente al "fraude patriótico" pues los dueños de la verdad consideraban que era su obligación
proteger a la patria de los errores de los votantes. Algo parecido sucedió con la proscripción del peronismo durante 19 años, que privó de opciones a una parte considerable de la ciudadanía.
En cuanto a este último movimiento, nada condensa mejor la idea de aquel "despotismo democrático" que la orden de Perón a sus votantes: "de casa al
trabajo y del trabajo a casa" y su planteo de la "comunidad organizada", que descreía de los partidos les otorgaba un rol central a las corporaciones del capital
y del trabajo.
Se impone una aclaración. Mi objetivo es contrastar aquí dos concepciones de la política y sus efectos, sin cuestionar por eso el papel modernizador de la generación
del 80 o los significativos logros sociales del yrigoyenismo o del peronismo -especialmente en períodos de bonanza económica-. Lo que me interesa poner en evidencia es que su preocupación no fue sembrar
las semillas del republicanismo. (Otto von Bismarck, el dictador que unificó Alemania, abominaba del voto universal, persiguió violentamente al movimiento obrero y, a la vez, promulgó la legislación
social más avanzada de su tiempo para atraerse a los trabajadores). Quienes intentaron hacer esa siembra, como Frondizi o Illia, eliminando las proscripciones, fueron inmediatamente desalojados del poder. Por eso pecan
de ingenuidad o de mala fe aquellos que hablan del "retorno de la democracia" en 1983. No puede regresar aquello que no estuvo antes. Y la democracia es una planta que nunca consiguió crecer en nuestro suelo,
salvo en algunos espacios verdes como el que quiso expandir Alfonsín en 1983. Lo más que permite la maleza es que esporádicamente se vote pero no que se diferencie,
por ejemplo, entre estado y gobierno.
Es que para la visión autocrática, ambas nociones son sinónimas y la democracia resulta solo un procedimiento para elegir periódicamente a los que mandan.
Para la visión republicana, en cambio, el gobierno es el nombre del Ejecutivo mientras que el estado abarca a los tres poderes, su separación y el sistema de controles que la garantice, en tanto que no hay democracia sin igualdad de condiciones, sin partidos políticos, sin deliberación y participación, sin libre circulación de las ideas, sin una opinión pública informada
y sin un respeto estricto de las normas constitucionales.
Aunque hayan tenido éxitos solo parciales (pero tan importantes como la igualdad de géneros o el reconocimiento de la libertad sexual), amplios sectores de la ciudadanía
han luchado durante años contra las malezas autocráticas. Hoy estas continúan invadiendo los espacios de poder, tanto nacional como provincial. Pero sus arbustos se han venido secando más y más.
Echar luz sobre ellos los daña sin remedio y por eso el gran avance de los medios de comunicación torna cada vez más ridículos los desplantes autoritarios o las pretensiones de impunidad y provocan
una resistencia creciente. Sin embargo, una condición para que se desarrollen con fuerza los brotes republicanos es no confundir los momentos. Estamos en un difícil tiempo de siembra y no de cosecha. Sepamos
aprovecharlo.
(*) Exsecretario de Cultura de la Nación
© La Nación
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