Por Manuel Vicent |
A través de los primeros boquetes del muro, penetraron sin resistencia en Berlín occidental largas cuerdas de mendigos
húngaros, rumanos, búlgaros y polacos a pedir limosna a los elegantes caballeros que salían de la Filarmónica y a las exquisitas damas de Charlottenburg que tomaban tartas de manzana en las terrazas
de la Kudam.
El domingo 1 de julio de 1990, el Checkpoint Charlie fue allanado por las palas para que pudieran cruzar oficialmente las autoridades y los berlineses de uno y otro lado. En la puerta
de Brandemburgo había tenderetes en los que se vendían cabezas degradadas de Lenin y de Stalin, gorras, medallas e insignias soviéticas como chatarra y cascotes del muro en pequeñas y grandes porciones.
Algunos interioristas usaron bloques de este hormigón pintarrajeado como esculturas para decorar los vestíbulos de bancos y de empresas multinacionales; en las vitrinas de las joyerías se exhibían
estos pedruscos sobre un terciopelo entre las mejores alhajas y no había estantería de intelectual más o menos desencantado que no guardara uno de estos cascotes entre libros de marxismo-leninismo, que
ya nadie leía.
La invasión del Este se extendió muy pronto por el resto de Europa sin otro gesto hostil que el hecho de bajar la cabeza con la mano tendida. Lentamente los jardines públicos,
las escalinatas de los monumentos, las entradas de los grandes almacenes y las calles peatonales de las ciudades de Occidente se convirtieron en escenarios donde sucesivas levas de menesterosos tocaban el acordeón melancólico
o formaban orquestinas de viento con un plato en los pies para la voluntad. La pobreza del Este había formado un solo río con diversos brazos que vertía su caudal en el espacio mantecoso de la Europa del
Mercado Común.
Con la caída del muro se esfumó el enemigo comunista, pero a partir de ese momento serían los trabajadores quienes se vieron forzados a explotarse a sí mismos
sin que los patronos se molestaran siquiera en reprimirlos. La brutal pelea por conseguir a cualquier precio, siempre a la baja, un puesto de trabajo había comenzado. La protesta era una actitud de alto riesgo. De hecho,
el muro de Berlín había caído sobre las propias espaldas de los obreros del Oeste. La globalización que había germinado con la visión extracorpórea de la Tierra navegando por
el espacio, se convirtió aquí abajo en un mundo sin fronteras donde el capitalismo ya no encontró obstáculo para moverse a sus anchas sin complejo alguno.
Perdido el miedo al comunismo con la caída del muro de Berlín, ese mismo año de 1989 se produjo un hecho que iba a convertir al ser humano, rico o pobre, culto o
ignorante en un mosquito global. El físico británico Tim Berners-Lee, en el Laboratorio Europeo de Física de Partículas, (CERN), descubrió una nueva forma de navegar por Internet con la posibilidad
de interconectar textos e imágenes utilizando enlaces de un modo sencillo entre las diferentes webs, lo que se conocería oficialmente con las siglas WWW, la World Wide Web. La Gran Telaraña Mundial había
comenzado a apoderarse del espacio con todo su poder de progreso y de miseria humana.
La caída del muro de Berlín y la presencia invisible de las redes sociales cambiaron nuestras vidas, hasta el punto que al trabajador explotado por si mismo se añadió
el hecho insólito de que cada persona se transformó en una antena, en un repetidor humano, dedicado solo a recibir y trasmitir llamadas. El grueso de la humanidad comenzó a liberar un incontenible caudal
de palabras e imágenes por SMS, e-mails, WhatsApp, Twitter, Facebook, Instagram, de forma que Internet se ha constituido en un subconsciente colectivo, oscuro, viscoso y enloquecido, que abre insospechados vericuetos
en el alma humana. Desde la caída del muro y la llegada de las redes puede que este mundo se haya convertido en una taberna global, en la que infinitos mosquitos atrapados por la Gran Telaraña, acodados en la
barra, parlotean felices de todo y de nada.
© El País (España)
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