Por Carlos Gabetta (*) |
Desoyendo la cuarentena, miles de personas salieron a la calle, esencialmente para protestar contra la impunidad que esconde la reforma judicial impulsada por el gobierno.
La protesta
se organizó en las redes sociales y no fue convocada oficialmente por ningún partido opositor. Esta espontaneidad cívica es la cara positiva del asunto, ya que expresa una creciente toma de conciencia
ciudadana sobre los problemas del país, en particular la corrupción, que entre nosotros lo abarca casi todo: desde el Estado, pasando por la política, el sector empresario y el sindicalismo, hasta el deporte
profesional.
Así, la corrupción empieza a asociarse con los problemas económicos y sociales que han llevado al país a la quiebra, tanto durante gobiernos populistas como
liberales. Los dos últimos, de Cristina Fernández y Mauricio Macri, constituyen el paradigma. Uno, descaradamente corrupto e ineficaz, en la onda del populismo “de izquierdas” en boga, que ha llevado
a la quiebra a un país como Venezuela, tanto o más rico que Argentina. Otro, también corrupto aunque con antifaz, aplicando las recetas neoliberales que vienen fracasando aquí y en todas partes.
Esto viene de muy lejos, al menos desde 1930, pero va saliendo a la luz desde la última dictadura militar y al cabo de casi treinta años de gobiernos civiles, con excepción
del de Raúl Alfonsín, a quien puede excusarse de sus errores y agachadas por la herencia recibida y la forma en que la corrupción e incultura democrática llevaron a su gobierno al caos y la confusión.
El emblema de esta situación es la figura de Cristina Fernández, un personaje despreciable, si los hay, en una sociedad que los genera y tolera por centenares. Esta señora,
cuyo narcisismo le impidió entregar el mandato presidencial cuando el peronismo perdió las elecciones y está implicada ante la justicia en numerosos y gravísimos actos de corrupción, es hoy
una vicepresidente que ejerce de presidente, al parecer sin otro objetivo que zafar de sus problemas legales. Los del país y la sociedad; la marginalidad, la pobreza, la inseguridad, la crisis económica y todo
lo demás, que esperen. El mascarón presidente Fernández declaró incluso que no es necesario disponer de un plan económico…
De modo que la pregunta es qué ocurrirá si el descontento y esta incipiente toma de conciencia ciudadana no acaban cuajando en un proyecto unitario y detallado de cambios
estructurales, con nuevos y honestos líderes que lo lleven a cabo; por ahora invisibles. De no conformarse esta alternativa, la opción será un populismo abiertamente dictatorial, a la venezolana, que el
peronismo ya ha ensayado reiteradamente, o de nuevo un neoliberalismo “democrático” que ya ha dado todo de sí, aquí y en todo el mundo. En cualquier caso, la extrema pobreza y marginalidad,
devenidas desesperación, acabarán en el caos y la inseguridad absolutos, como ya está ocurriendo. “Papita pal’ loro”, como se dice, para las mafias del narcotráfico, políticas,
empresariales, sindicales y de organismos de inteligencia y seguridad.
El caos absoluto, que podría desembocar en alguna nueva forma de autoritarismo de extrema derecha, tal como está ocurriendo o despuntando en medio mundo, incluso en los
ejemplares países escandinavos. Allí están los Trump, Johnson, Bolsonaro... Si hoy viviesen líderes populistas o liberales como Juan Perón o Ricardo Balbín, estarían mirándose
en ese espejo, como supieron hacerlo alguna vez, cada uno a su modo.
En cuanto a la izquierda democrática; si te he visto, no me acuerdo, a pesar de que sus viejas propuestas, hoy olvidadas, están ante una oportunidad histórica.
(*) Periodista y escritor
© Perfil.com
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