Por Héctor M. Guyot
Con el telón de fondo de una pandemia que avanza, en medio del encierro y de la asfixia económica de tantos argentinos, la vida política del país pasa por un proyecto de reforma judicial. El asunto eclipsó incluso el acuerdo por la deuda. La razón es obvia. A nadie se le escapa, lo reconozca o no, que la iniciativa del Gobierno representa mucho más que eso.
Por esto, también,
la confrontación entre quienes quieren imponer la reforma y los que se oponen a ella es cada vez más enconada. Están en juego la suerte de un gobierno y el destino de un país.
De un lado hay una persona que, ejerciendo una fuerza centrífuga, ha puesto a todo el oficialismo a bailar a sus órdenes. La reforma es el tributo que espera y reclama.
Algunos bailan con convicción y otros impostan el entusiasmo como pueden. La contraprestación está resultando muy onerosa: se paga con el beneficio que la parte deudora obtuvo de la transacción.
En otras palabras, Cristina Kirchner exigirá lo suyo (la impunidad, como sea) aunque el gobierno de Alberto Fernández se incinere en el intento de cumplir. Los contratos con vicio de origen nunca terminan bien.
Los firmantes de aquel acuerdo se repartieron lo que no les pertenece y soslayaron la presencia de otros actores en escena. Una parte muy importante del país, advertida de los
verdaderos costos de ese pacto, se resiste a que esa deuda sea saldada. Saben lo que eso significa. Lo han vivido. Saben que la impunidad sería solo un primer paso. Si ella obtiene su parte, se queda con todo. Sin embargo,
no se trata solo de un gesto reactivo. Además, esos actores tienen derechos. Y a su modo, los reclaman también.
El primer derecho que exigen es la justicia. Sin ella, la vida es una humillación permanente. Queda en manos del poderoso, que decreta una ceguera colectiva sobre la que basa
su capricho y su impunidad. Otro derecho que se defiende, consagrado en un pacto muy anterior al del binomio presidencial, es la democracia republicana, que establece la división de poderes y la alternancia en el poder.
Esa forma de gobierno, que no es una concesión de nadie sino la base de nuestra convivencia, también está bajo amenaza: las bellas palabras con que disfrazan el caballo de Troya del proyecto quedan desmentidas
por los antecedentes, el contexto, los personajes, los trucos de siempre, Santa Cruz. Hay otro anhelo esencial: desterrar la mentira. Recuperar la posibilidad de construir una vida en común alrededor de la verdad. Primero,
la verdad de los hechos y la prueba en juicio. Luego, la correspondencia entre lo que decimos y lo que pensamos, condición del diálogo.
Esta resistencia creciente se manifiesta de varias formas. Por un lado, hay una vertiente institucional. En ella se inscriben las acordadas de la Cámara del Crimen y de la Cámara
en lo Civil y Comercial, que señalan que la reforma es inconstitucional y favorece la impunidad. Sumaron sus críticas la Junta de Tribunales Orales en lo Criminal y la Asociación Argentina de Profesores
de Derecho. Son una muestra de salud institucional y deslegitiman la iniciativa.
Como parte de la resistencia que se ejerce desde la vida institucional, la oposición tiene un rol clave. No debe ceder al chantaje emocional del oficialismo, que la acusa de "antidemocrática"
con el fin de sentarla a la mesa del debate para dar curso al proyecto. Debe hacer como los defensores inteligentes, que en lugar de ir a disputar la pelota se alejan del juego sucio que les proponen y dejan al adversario
solo, en evidente offside. En los muchos frentes que el kirchnerismo abrió para consagrar la impunidad, la oposición no puede transar si pretende seguir siendo tal. Elisa Carrió, que volvió al ruedo
en estos días, lo tiene claro. Pero no solo ella. Puede haber diálogo, debe haberlo, en la gestión de la pandemia y el después. Pero no puede haberlo donde ya está todo decidido en contra
de la democracia.
En el llano, cada vez son más las personalidades destacadas de la ciencia, el derecho, las artes y otras disciplinas que se manifiestan sin vueltas y alzan la voz en defensa de
la justicia, la república y la verdad. Su valentía hace la diferencia.
En la calle, finalmente, se reconoce esa mayoría que quiere un país signado por esos valores. Los banderazos son el obstáculo más difícil de salvar
para las ambiciones de Cristina Kirchner. Multitudinarios, tienen la fuerza de un hecho irrefutable, aun para los que se dedican sin éxito a subestimarlos desde el discurso. Espontáneos, abiertos, inclusivos,
no ofrecen una cabeza o un líder a quien demonizar. Aunque lo intenta, el kirchnerismo no ha podido incorporarlos al relato y en consecuencia no ha sido capaz de neutralizar sus efectos. Hay en los banderazos un límite
concreto al "vamos por todo" que hasta los kirchneristas más extremos no tienen más remedio que reconocer en silencio. Un límite imprescindible. Pero quizá su fuerza esencial resida en
la promesa que encierra el encuentro siempre asombroso y renovado de los muchos que quieren un país distinto.
© La Nación
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