Por Carmen Posadas |
Después
de verlos durante años reproducidos mil veces en fotos, reportajes y pósteres, y después de estudiarlos en el cole y escuchar los comentarios enfebrecidos de amigos y parientes al respecto, llega
uno ante tal monumento archifamoso, estatua mítica y/o palacio de ensueño y queda mudo. Pero no de admiración, sino más bien con ese desilusionado suspiro de «ah… ¿pero
era esto?». La primera vez que me pasó fue en el Louvre. Una vez que hube admirado la Venus de Milo y la Victoria de Samotracia; tras quedarme cavilosa ante La balsa de la Medusa y extasiada frente el Esclavo moribundo, de Miguel Ángel, intenté acercarme a Ella. Ardua misión, porque tuve que abrirme paso con dificultad y no pocos codazos entre un mundanal de devotos (en su mayoría, asiáticos)
que necesitan inmortalizarse a su lado en infinitos selfis. Aun así, conseguí encontrar un hueco en el bosque de brazos, cabezas y cámaras que la rodeaban y allí estaba, el cuadro más famoso
del mundo, la Mona Lisa, sólo que, visto al natural, no vale nada. Que me perdonen Gombrich y todos los estudiosos del arte que en el mundo ha habido,
Leonardo era un genio, pero La Gioconda me dejó fría. Patidifusa, más bien. Si quieren que les diga la verdad, para mí es un
misterio cómo este pequeño retrato de 77 por 53 centímetros de una señora (bastante fea, dicho sea de paso) puede considerarse artísticamente superior a Las meninas, el Jardín de las delicias, Los fusilamientos del 3 de mayo o cualquier retrato de Vermeer.
Desde mi chasco con La Gioconda, me he dedicado a hacer mi propio hit parade de obras sobrevaloradas. En él no incluyo tomaduras de pelo contemporáneas y
carísimas como los perros salchicha inflables de Jeff Koons; tampoco el tiburón suspendido en aldehído fórmico de Damien Hirst; sino otras obras por las que turistas del mundo entero hacen kilómetros
para ver. El número uno de mi lista es indudablemente la esposa de Francesco del Giocondo, pero aquí va el resto de mis elegidos, a ver qué les parece. En el número dos he puesto el Manneken Pis. Según los prospectos turísticos, esta estatua de apenas 75 centímetros de altura simboliza «el espíritu independiente de los habitantes
de la ciudad de Bruselas», pero para mí no es más que una manera chusca de dotar de algún interés a una fuente anodina. En el número tres voy a poner La sirenita de Copenhague. ¿La han visto alguna vez? Nadie es más devota de Hans Christian Andersen que yo, pero desde luego no vale la pena hacer un viaje para ver,
sentada sobre una roca y con la vista puesta en una zona industrial, a esta sirenita que, por su tamaño, hace verdaderamente honor a su nombre, mientras que el artista que la creó se compara poco y nada con Miguel
Ángel. Pequeño también, y para mí completamente sobrevalorado, es mi número cuatro. Sí, ya sé, El grito, de Munch, simboliza la angustia y la desesperación existencial del hombre moderno, bla, bla, pero al verlo me devano los sesos tratando de averiguar qué
le ve la gente de tan sensacional. Tal vez sea que, en sus dos versiones, tiene el dudoso honor de ser el cuadro que más veces ha sido robado. O quizá su predicamento se deba a que lo han reproducido hasta la
náusea en grafitis, camisetas y todo tipo de soportes, no sé.
Otro misterio para mí son las Latas de sopa Campbell, de Andy Warhol; desde luego no seré yo quien peregrine devotamente a verlas. Me pregunto qué convierte una manifestación artística en mítica y/o icónica. ¿Por
qué hay apreciaciones estéticas que uno da por aceptadas sin preguntarse si realmente las suscribe o no? No tengo la menor idea, pero me parece que intentar averiguarlo bien puede ser uno de esos afanes estivales,
perezosos y triviales a los que uno se entrega, caipiriña en la mano. La cachaza es un espléndido lubricante mental. Ya les contaré qué descubro. Feliz verano a todos.
© XLSemanal
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