Por Manuel Vicent |
La imagen más recurrente en las pantallas era la de los médicos, enfermeros y auxiliares sanitarios equipados como astronautas que aparecían flotando por los pasillos y salas de los hospitales de campaña
repletas de camillas con cuerpos exangües. En el primer momento, a esos intrépidos astronautas se les veía metidos en sacos de plástico y la cabeza cubierta con una bolsa de basura a modo de escafandras
de fortuna, remedios caseros ingeniados ante el pánico que había creado la inesperada tragedia. Las ambulancias no cesaban de descargar nuevos cuerpos contaminados y las funerarias, rebosados ya los camposantos,
depositaban los féretros sobre las pistas de patinaje artístico de los palacios del hielo.
En el futuro los historiadores podrían escribir de nosotros: en el año 2020 sucedió que los relatos de plagas bíblicas y de pestes bubónicas medievales,
episodios de pulgas mortíferas que traían las ratas en los barcos desde Oriente por la ruta de la seda, se habían convertido en una nueva y angustiosa realidad planetaria. Los ciudadanos del año
2020 no podían creer que un día serían protagonistas de esa clase de relatos de postrimerías que habían leído de adolescentes en los veranos, tumbados en la hamaca. La imaginación
de la gente no estaba preparada para aceptar que semejante tragedia podría volver a suceder fuera de las novelas de terror y que el fin de la raza humana, lejos de estar provocado por un formidable cataclismo bajo una
lluvia de fuego, podía comenzar un lunes por la mañana con un simple estornudo de un ser anónimo que había cogido un extraño catarro en un punto perdido de cualquier continente.
Los historiadores en el futuro podrían escribir que en aquel año fatídico de 2020 en todos los países había ciudades en estado de sitio, con sus fronteras
cerradas, las calles desiertas, sus habitantes confinados en sus casas. ¿Qué había sucedido? Sencillamente se decía que un chino anónimo se había comido un murciélago y de ese
almuerzo, que tal vez había sido muy placentero, se había escapado un virus más letal y amenazante que la bomba de hidrógeno, puesto que besarse y abrazarse equivalía a matarse.
En la primavera de 2020 los ciudadanos españoles también fueron obligados a meterse en sus casas bajo un estado de alarma decretado por el Gobierno y a causa de este encierro
la gente había dejado por un tiempo de expeler basura en el espacio. Los ciudadanos se sorprendieron al ver desde los balcones y ventanas que nunca como entonces el cielo había estado tan puro y transparente.
Este recuperado esplendor de la naturaleza bajo el chillido alegre de los pájaros y la gloria de las flores devolvió a los ciudadanos la memoria de los tiempos en que la gente vivía en medio de una austeridad
aseada y una vida sencilla se correspondía con un mar limpio, con los montes y valles incontaminados bajo la luz de los días azules.
En medio de la pandemia había ciudadanos que se preguntaban si semejante tragedia planetaria serviría para corregir el camino que había tomado la historia en dirección
al abismo. ¿Para qué servirían en adelante los ejércitos si un extraño resfriado del ministro de la Guerra podía causar más pánico que cualquier armamento nuclear? ¿Acaso
no serían ya completamente ridículos los desfiles militares? La covid-19 había convertido la humanidad en un hormiguero confuso gobernado por unos políticos que se comportaban como hormigas más
ciegas todavía. Fue aquel tiempo en que el tapabocas obligatorio había borrado todas las sonrisas, pero los ciudadanos en el año 2020 aprendieron a descifrar el carácter, la inocencia o la maldad
de las personas solo por la mirada limpia o sucia que se establecía por encima de la mascarilla. De pronto un simple virus les hizo saber que la vida de la humanidad era un episodio contingente, una aventura bioquímica
sin sentido en la historia de este planeta y que si mañana desapareciera de la faz de la tierra, todos los animales, árboles y plantas celebrarían una gran fiesta.
© El País (España)
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