Por Gustavo González |
Unos y otros hablan de “reina” en sentido simbólico, pero la pregunta es a qué tipo de reinado se refieren. ¿Es el rol asimilable al de una monarquía
parlamentaria o al de una monarquía constitucional?
Monarquías. No es una diferencia menor, más allá de la metáfora: mientras los cristinistas le atribuyen un poder de voto y de veto concreto, los albertistas
le reconocen influencia y acompañamiento general.
En las monarquías parlamentarias, el rey o la reina ejercen la función de jefe/a de Estado, pero están bajo el control del Poder Legislativo y del Ejecutivo. De
allí la frase “los reyes reinan, pero no gobiernan”. Ellos y sus familias disfrutan de respetabilidad institucional, beneficios económicos y representan al país o al presidente en el exterior,
pero su influencia real en los gobiernos (que cambian de signo ideológico según cada elección) es casi nula, como ocurre en el Reino Unido y España.
En cambio, en las monarquías constitucionales los reyes controlan al Poder Ejecutivo, no lo manejan directamente, pero designan a quien lo hace. Mientras que los ciudadanos solo
pueden elegir a los miembros del Poder Legislativo. Es el caso de países como Suecia, Noruega o Mónaco.
Se podría decir que el desafío de Alberto Fernández es que la relación de Cristina con el sistema de gobernanza argentino se parezca más al de una
monarquía parlamentaria, con un poder más simbólico que real. Sería una pretensión módica, teniendo en cuenta que en este sistema democrático quien debería ejercer el
poder es quien encabezó la fórmula ganadora. Mientras la vicepresidenta solo manejaría el Gobierno en caso de ausencia temporal o definitiva del Presidente.
Pero la situación de Cristina es muy atípica.
No se trata de la líder que, permaneciendo fuera del gobierno, transfiere su poder a otra persona (como hizo Lula con Dilma Rousseff o Perón con Cámpora). Ella lo
eligió a él para sumar un voto más moderado sin el cual no hubiera ganado, pero asumió como su segunda y aportando la porción mayoritaria de sufragios.
Quienes se sorprenden de que el Presidente le haya cedido a su vice un rol preponderante como ningún jefe de Estado le había dado en el pasado a su compañero de
fórmula no tienen en cuenta que nunca antes fue un vicepresidente el principal responsable del triunfo electoral. Tratarla como a una “reina” sería su forma de reconocer esa realidad.
Tensiones en el reino. El problema podría surgir si la reina se rebela a la doctrina del “reina pero no gobierna” y pretende parecerse más a una monarca constitucional
en la que reine y gobierne.
No es un problema hipotético. Es el problema con el que Alberto Fernández y Cristina Kirchner lidian y deberán lidiar el resto de su mandato. Eso se evidenció
desde el inicial reparto de cargos hasta el impulso de proyectos como el de la reforma judicial, que parece responder más a las necesidades de ella que a las de él.
Un funcionario de la provincia de Buenos Aires que la conoce muy bien y la considera su líder lo resume así: “El proceso por el cual ella llegó a Alberto también
es producto de repensar sus propios errores. Con él, Cristina buscó una apertura conceptual, y ella es leal y coherente con eso. No lo condiciona. Pueden discutir, pero siempre llegan a un punto de unión.
Y las diferencias nunca son de fondo ni ella tiene problemas con ninguno de sus funcionarios. Además, si Cristina hubiera estado disgustada con alguno, ese funcionario ya no estaría más”.
Sí, el poder de Cristina dista mucho de ser simbólico.
Realpolitik. Eso en cuanto a las complejidades internas que provoca una asociación política inédita. El otro gran problema es lo que representa para una parte importante
de la sociedad que la vicepresidenta pueda ser tratada como una “reina” con derecho a intervenir en el armado y gestión del Ejecutivo. Es cierto que ella no fue electa presidenta, pero en cierto sentido
sí lo fue.
En todo caso, el tema de fondo no es ese rol atípico para alguien que no sea el primer mandatario. La cuestión es que se trata de una persona que genera tanto rechazo social.
Un rechazo que, es de suponer, no disminuirá en el mediano plazo, sobre todo porque el hecho que le aportó mayor espectacularidad a esa imagen negativa, el de las causas por corrupción, seguirá
siendo clave en los próximos años.
Con razón o sin ella, una parte importante de la sociedad (¿el 40% que no la votó en octubre más otro porcentaje no cristinista que votó a Alberto?)
está convencida de que el principal objetivo de la vicepresidenta será llegar a 2023 habiendo resuelto todas las causas en su contra. El intento de corrimiento de jueces que la investigan, el proyecto por multiplicar
los juzgados o la eventual modificación de la Corte Suprema de la mano de un consejo asesor son tomados como ejemplos explícitos de ese objetivo.
Por eso parece raro creer que Alberto Fernández suponga de verdad que una reforma así podría ser aceptada socialmente y aprobada en el Congreso. Sería subestimar
la inteligencia de alguien que aprendió con los años a conocer bien a Cristina, a quien a veces la única forma de decirle que no es decirle que sí, para que la realidad después le demuestre
lo contrario. Vicentin dixit.
Por otro lado, ¿sería razonable esperar que en la Argentina alguien con el poder político de Cristina vaya a prisión? La realpolitik indicaría que es
difícil que existan jueces capaces de ponerla tras las rejas, en pleno gobierno de Alberto Fernández y con un importante porcentaje de la población que la considera víctima de una persecución.
En cualquier caso, el problema de fondo no lo tiene el Presidente, ni siquiera Cristina. El problema lo tiene un país que construyó su sistema de convivencia en torno a
una persona.
Unos podrán creer que es una reina, con más o menos derechos. Otros, que es la “ladrona de la Nación”. Pero no habrá futuro si no se logra encontrar
un puente de convivencia entre unos y otros.
Millones de otros. El puente no significa que unos acepten las certezas de los otros, sino que todos reconozcan una verdad mínima: como ex presidenta electa dos veces y como vicepresidenta
en ejercicio, Cristina merece al menos un tratamiento respetuoso por los millones que la votaron.
No respetarla es no respetar el derecho de esos millones a no coincidir con lo que piensan otros millones.
Es el mismo respeto que debería merecer Mauricio Macri, cualquiera sea la opinión que se tenga de él, de su gobierno y de sus viajes. No se trata de ellos. Se trata
de respetar a los millones de otros. Que es respetarnos a nosotros mismos.
Sin eso no habrá jueces que juzguen en forma independiente, ni reforma que mejore a la Justicia, ni plan económico exitoso, ni futuro.
Cualquier acuerdo básico de consenso debería partir del acuerdo mínimo de respetabilidad institucional frente a los ex presidentes democráticos.
Y ese acuerdo de convivencia debe generarse desde arriba hacia abajo.
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