Por Carmen Posadas |
Cuando uno escribe para eludir acusaciones tan graves como las que pesan sobre Allen, debe ser prudente y a la vez artero. Y Allen lo es desde las primeras páginas, utilizando una táctica que
solo les funciona a los inteligentes. La palabra con la que se conoce suena mejor en inglés. Ellos la llaman self-deprecation, nosotros, ‘autodesprecio’ y consiste en hablar mal de uno mismo.
Dicho esto, la palabra en inglés tiene connotaciones humorísticas de las que la expresión española lamentablemente carece, y en ese matiz está
toda la diferencia. «De mi padre heredé el ADN de la deshonestidad y, en poco tiempo, empecé a practicar timos», confiesa sin ambages. «No, nunca he sido un intelectual, no sé por qué
la gente me tiene por tal, hasta el final de la adolescencia solo leía cómics». «Después empecé a leer, pero solo como medio para ligar. Las chicas que me gustaban eran las de pelo largo
lacio con jerséis de cuello alto que llevaban grandes bolsos de cuero con ejemplares de La metamorfosis dentro. Para que me hicieran caso no tuve más remedio que comenzar a hojear a Kafka». «Amigos –concluye pocas páginas más adelante–, estáis leyendo la
autobiografía de un analfabeto y un misántropo que solo adoraba a los gánsteres».
También se esmera en echar por tierra otras ideas preconcebidas que todos tenemos sobre su persona. Afirma que jamás creyó en el psicoanálisis y que lo
que más le gusta en el mundo son los deportes; según él, es una fiera jugando al béisbol. En literatura, la técnica del self-deprecation o autodesprecio es sumamente eficaz. Crea una muy útil complicidad entre el lector y ese ser lleno de defectos en busca de protección (y/o redención)
que habla tan mal de sí mismo. Aun así, conviene no sobreactuar. Allen lo sabe, de modo que no se dedica a cargar las tintas como otros practicantes del sistema. (Uno que, por cierto, funciona de maravilla también
en la vida diaria).
Mientras pinta a ese inesperado Woody Allen que devora cómics del Pato Donald, Batman y Hopalong Cassidy, nos introduce poco a poco en el Woody Allen triunfador y lleno de
talento y, de este modo, evita levantar envidias y suspicacias. Jamás confiesa que sus gustos han cambiado en cuanto a la lectura y, según él, hasta el día de hoy sigue siendo la antítesis
de un intelectual. Pero lo cierto es que, a lo largo de todo el libro, él mismo se desmiente haciendo multitud de juegos de palabras y citas encubiertas de Shakespeare, Chéjov, Emily Dickinson o Freud. Como hasta
el más hábil escribano echa un borrón, en ese momento el lector empieza a descubrir al Allen mentirosillo. Con respecto a su relación con la crítica cinematográfica, por ejemplo, afirma
que jamás lee las que le atañen, aunque más adelante hace alusión a varias de ellas. Lo mismo ocurre con su afirmación de que tiene por norma no salir con las actrices (en especial las más
jóvenes) que interpretan sus películas.
Olvidando el dato, solo unas páginas más allá, acaba contando su relación con un par de ellas, con Mariel Hemingway, por ejemplo. Y en eso llega el lector
a la parte que más expectación suscita, su relación con Mia Farrow, también cómo y dónde se enamora de Soon Yi, o la descripción de la escena que da pie a que Farrow le acuse
de abusar de Dylan. Sobre este particular nada diré, salvo que dos investigaciones independientes absolvieron al director. Soy firme partidaria de no juzgar lo que no conozco, sobre todo ahora, en tiempos del Me Too, en los que todo hombre, por el mero hecho de serlo, es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Pero lo que sí les aseguro es que, sin necesidad de caer en el morbo, el libro de Woody Allen es una
muy interesante mirilla al interior de la naturaleza humana. Por lo que cuenta y, como todo buen libro, también –o mejor dicho sobre todo– por lo mucho que no cuenta, pero es fácil de leer entre líneas.
© XLSemanal
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