Por Juan Manuel De Prada |
«El tipo puede cambiar de todo –afirma el personaje
que ha descubierto la fatal lealtad del criminal al fútbol–: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios… Pero hay una cosa que no puede cambiar. No puede cambiar de pasión».
Esta debilidad humana, tan sagazmente señalada en la película de Campanella, ha sido utilizada siempre por todos los tiranos e ingenieros sociales que en el mundo han sido.
La adhesión o sometimiento a cualquier forma de tiranía exige un forzamiento de índole intelectual y espiritual tan violento y humillante que el tirano, a cambio, necesita entregar magnánimamente
a los sometidos una limosna o gallofa que los consuele, una ‘pasión’ que halague las zonas más sensibles (más volitivas o concupiscentes) de su vida; de este modo, a la vez que el tirano aplaca
la exasperación o disconformidad de sus sometidos, provoca en ellos un contento o satisfacción personal que –sin que ellos lo adviertan– se convierte pronto en dependencia y adicción que los
animaliza, que los convierte en dóciles perros del tirano, dispuestos a aceptar los forzamientos más violentos y humillantes de índole intelectual o espiritual (pero, a medida que sucumben a su ‘pasión’, los sometidos dimiten de inquietudes intelectuales o espirituales), con tal de que los provea de la dosis necesaria de esa ‘pasión’ que tanto los satisface. Dosis que, inevitablemente, tendrá que ser cada vez mayor, como siempre ocurre con los adictos.
En las modernas formas de tiranía la ‘pasión’ que el tirano se cuida de suministrar a sus sometidos es lo que Chesterton llamaba «la religión erótica
que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad». Esta religión erótica, con todas sus infinitas ramificaciones penevulvares, garantiza la conversión del pueblo (o, en la jerga
marxista, del ‘sujeto revolucionario’) en una patulea mansurrona, prisionera de sus bajos instintos y amorrada al pilón (o pilona), a la que ya no se le va «toda la fuerza por la boca», sino
por otros orificios que, a la vez que derraman estérilmente humores, absorben y vampirizan –como advertía Marcuse– toda la fuerza creativa humana que en otras épocas inspiraba las rebeliones
contra el poder. La sexualidad multiforme, liberada de las instituciones que la encauzaban o hacían fecunda tanto en el sentido literal como en el sentido político (empezando, naturalmente, por el matrimonio),
se ha convertido en la ‘pasión’ que la moderna tiranía suministra y fomenta.
Durante la actual plaga coronavírica esta pasión tiránica se ha revelado de una manera especialmente llamativa (rechinante, incluso) que los medios de adoctrinamiento
de masas han ocultado cipayamente (o, en el mejor de los casos, enmascarado bajo difusas invocaciones a la «responsabilidad personal»). Pues resulta, en verdad, desquiciante que, mientras se dictan decretos que
ordenan a la gente llevar bozal por la calle o le impiden desplazarse entre provincias o incluso le exigen quedarse en casa, ningún decreto haya prohibido la prostitución ni cerrado las aplicaciones para móviles
que permiten a los ‘apasionados’ mantener encuentros sexuales alimañescos. Durante los últimos meses, miles de personas han visitado o recibido en su casa a otras personas desconocidas, con las que
han intercambiado flujos y virus a mansalva, multiplicando exponencialmente los contagios; sin embargo, cuando se trata de señalar y estigmatizar a los ‘irresponsables’, los medios de adoctrinamiento de
masas siempre eligen a la pandilla de amigos que se reunió para celebrar un cumpleaños o a la comunidad de evangélicos que se juntó para rezar. Jamás al ‘apasionado’ o ‘apasionada’
que recurrió a la prostitución o a las aplicaciones para ligar que funcionan a destajo y sin cortapisas. Y es que la tiranía moderna sabe perfectamente que sus sometidos no pueden cambiar de ‘pasión’;
por lo que les garantiza magnánimamente las vías de suministro que los mantengan aplacados y satisfechos y animalizados, aunque sea a costa de que multipliquen los contagios. Entretanto, por supuesto, se obligará
a la gente a llevar bozal por la calle, bajo amenaza de onerosas multas: en realidad, Tinder y la mascarilla son el haz y el envés de la misma tiranía.
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