jueves, 9 de julio de 2020

Tiovivos

Por Fernando Savater
He visitado los mejores museos en pos de mujeres cultas, he sido arrastrado —sin gran esfuerzo— a tabernas y lugares crapulosos por amigos golfos, mi padre me acostumbró a los hipódromos y mi madre a las librerías, pero sólo a un sitio he ido por iniciativa y voluntad propia: a la feria. Los caballitos, que luego aprendí a llamar tiovivos, los autos de choque, la casa del miedo, el tren que recorre el laberinto de la risa, la noria, la montaña rusa y su vértigo (al iniciar la gran bajada un amigo gritaba “¡el futuro!”), el tiro al blanco, la caseta en que se exhiben serpientes adormiladas y chapotea en una bañera un pequeño cocodrilo...

He sido adicto a esas modestas maravillas hasta una edad que me cuesta confesar. Incluso hoy volvería con culpable gozo a ellas si encontrase la persona que me ofreciese adecuada compañía. ¡Las atracciones de la feria! Para mí lo han sido, desde luego, incluso más que atracciones: adicciones. Pero ahora resulta que deberé resignarme a perder también el tintineo de ese paraíso...

Acosados por la epidemia que todo lo contagia y lo cierra, los feriantes ya no encuentran fiestas patronales en las que montar sus chiringuitos y freír churros para el nene y la nena. Se quejan de que las autoridades no les ayudan a subsistir como a otros gremios (pese a ser treinta mil familias y doscientos mil empleos), pero estoy seguro de que no es por desidia sino por temor a la competencia: nuestros gobernantes son como feriantes tristes, de vocación fingida y recursos obscenos, que prefieren arruinar las demás farándulas para monopolizar el pasmo, no de los inocentes sino de los bobos.

De modo que adiós a los topetazos inocuos de los autos de choque, al campanilleo del tiovivo y a la voz infantil que grita gozosa: “¡mamá, mira, el Río Misterioso!”.

© El País (España)

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