Por Fernando Savater |
He sido adicto a esas modestas maravillas hasta una edad que me cuesta confesar. Incluso hoy volvería con culpable gozo a ellas si encontrase la persona que me ofreciese adecuada
compañía. ¡Las atracciones de la feria! Para mí lo han sido, desde luego, incluso más que atracciones: adicciones. Pero ahora resulta que deberé resignarme a perder también el
tintineo de ese paraíso...
Acosados por la epidemia que todo lo contagia y lo cierra, los feriantes ya no encuentran fiestas patronales en las que montar sus chiringuitos y freír churros para el nene y
la nena. Se quejan de que las autoridades no les ayudan a subsistir como a otros gremios (pese a ser treinta mil familias y doscientos mil empleos), pero estoy seguro de que no es por desidia sino por temor a la competencia:
nuestros gobernantes son como feriantes tristes, de vocación fingida y recursos obscenos, que prefieren arruinar las demás farándulas para monopolizar el pasmo, no de los inocentes sino de los bobos.
De modo que adiós a los topetazos inocuos de los autos de choque, al campanilleo del tiovivo y a la voz infantil que grita gozosa: “¡mamá, mira, el Río
Misterioso!”.
© El País (España)
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