Por Roberto García |
Justo a él, que hizo un culto para cautivar periodistas (salvo algún imberbe, no debe haber ninguno que no lo tutee) y se especializó en representar funcionarios,
candidaturas varias, agrupaciones o partidos con paciencia docente.
Pero no hay experiencia suficiente cuando se falla en otra comunicación, la personal, en el diálogo con su segunda en el binomio y primera en
cierta opinión publica, la vicepresidenta Cristina. Obvio, teléfono descompuesto entre ambos, ni hablar de encuentros secretos, participar
en los mismos actos o visitas para cenar (por lo menos, no trascienden). Claro, justifican la lejanía por cautela médica: se mantienen apegados a la cuarentena. Prudente distancia de la dama, quien ni pensó
en recuperar un despacho en la Casa Rosada (como alguna vez tuvo Evita), menos en Olivos, quizás para evitar la imagen compartida del doble comando con la que disfrutan los opositores. O no cargar con otras responsabilidades.
Apenas, sí, lograr la designación de casi todo lo que se le ocurrió. Pero la distancia entre las partes se volvió un océano esta semana y, más que un poder repartido, bifronte, se
advirtió una dependencia cruda, en retroceso, de Alberto Fernández. Más que un presidente dominado, cunde otra certeza: no parece un hombre libre. Justo a partir del Día de la Independencia y en la tierra donde
unos viven como un Gulag el encierro sanitario y otros lo atraviesan como el espléndido título de aquel libro El año en que estuvimos en ninguna parte.
Para fijar una fecha de la ruptura del dúo se menciona el último retuiteo femenino de una nota económica del colega Zaiat en la que objeta a grupos concentrados como Clarín y Techint. Se entiende la añeja porfía de Capuletos y Montescos entre Cristina y Magnetto. No tanto, en cambio, el cuestionamiento de ella a la otra compañía. Parecían admirarse con Rocca en ciertos momentos (Chávez mediante, proyectos faraónicos como el gasoducto Caracas-Buenos Aires), inauguraciones varias, Kiciloff integrando sin denuncias el directorio de la siderúrgica. Además, una rareza: la crítica de la vicepresidenta aparece justo cuando la Oficina
Anticorrupción, al mejor estilo anterior, se amputa como querellante en una causa judicial que complicaba a la vice igual que a un directivo de la empresa. Inclusive, dicen que quedó amoratado un fiscal que había
pensado en apelar esa decisión. También, se insiste en los corrillos de esa jornada luctuosa para la convivencia oficial el disgusto de la dama con gobernadores, la CGT y, en especial, con los acompañantes
empresarios que eligió Alberto para celebrar el 9 de Julio, increpados ferozmente luego por sus grupos afines. Se molestaban con Adelmo Gabbi (Bolsa de Comercio), por ejemplo, cuando fue uno de los primeros que eligió Néstor como interlocutor para tomar el té con masitas (siempre
el sureño prefería un café cortado) cuando se hizo cargo del gobierno, y luego continuó la simpática relación con Cristina, incluyendo algún episodio poco esclarecido en su
propia casa. Ahora, solo demanda que Alberto utilice la lapicera, que ejercite su magistratura. Nada más. Mientras, asombra que el cristinismo le reproche al mandatario buscar adhesiones, aún simbólicas,
en los sectores más poderosos de la economía cuando Cristina se solazaba con esa práctica: gente de su confianza, ministros inclusive, llamaba a asociaciones o grupos empresariales para que la acompañaran
en sus habituales discursos o se solidarizaran con solicitadas a su gobierno. Sería extensa la nómina de nombres, algunos estuvieron el 9 con Alberto.
Pero el vínculo en el binomio podría venir lesionado de antes. No faltan antecedentes, cuando el mandatario no la invoca en las gestas históricas del latinoamericanismo
revolucionario, se refiere solo a Néstor y no la nombra como en los tiempos de la campaña, o cuando se siente Chávez y dice estar solo para cambiar el mundo y el capitalismo (aunque los votantes lo acompañaran
para que recuperara la Argentina). También, lo más probable para producir una herida insalvable fue que el Presidente estuvo escuchando más de una hora y media a Eduardo Duhalde diciéndole que se la saque de encima, que el poder dividido no sirve, que hace falta un albertismo peronista y no existen los regímenes vicepresidenciales.
Se supone que a Cristina no le molestó lo que dijo Duhalde, a quien desprecia, sino que Alberto lo habilitara durante tanto tiempo para que hablase en su contra. Kaput. Más cuando florece un eventual acuerdo
económico y social para fortalecer al Ejecutivo, diseñado por un hombre de todas las áreas, Gustavo Beliz, y parte de la oposición se ofrece para integrar una mesa de diálogo para proteger o cuidar al Presidente como si fuera un cachorro dálmata.
Ya se sabe, en este film de Disney, quién es Cruella de Vil.
Ninguno de estos episodios hace sonreír a Cristina, y Alberto volvió para atrás pidiendo disculpas sobre algunos actos y en cualquier esquina, como si se hubiera
excedido. Explica su crítica a la falta de derechos humanos en Venezuela a figuras de los derechos humanos en la Argentina, revierte lo que escribió sobre el memorándum de Irán en tiempos de Cristina
y su ministro de Defensa, Rossi, reclama paz frente a la belicosidad de los enfrentamientos internos. Desnuda que en Dinamarca algo huele mal, un
Hamlet de entrecasa. En el aluvión de aclaraciones, también Alberto incurre en valoraciones sospechosas de conocimiento: se molesta como novedad que la producción de granos vaya para los animales (Stiglitz escribió al respecto hace veinte años) o que el antisemitismo es producto de la derecha, ignorando adrede –se supone, ya que es un profesor con
cierta formación– lo que les ocurrió a los judios en territorio soviético. Seguramente, en esos zigzagueos, pretende respetar aquella promesa que se hizo a sí mismo el año pasado: “No
voy a ser tan boludo de volver a pelearme con Cristina”. Pero Ella no parece tan convencida de esa declaración. Difícil ser un hombre libre, más en la Casa Rosada.
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