Por Manuel Vicent |
Eres ese niño que ahora levanta los mismos castillos en la arena y llora al verlos una y otra vez derribados sin saber que esa es la primera lección de la historia. Eres ese chaval que
bracea con furia contra todo el mar en una pelea muy dura como si nadar fuera una moral. Está todavía en esa playa aquella vanidad de un cuerpo juvenil insolente que te hacía sentir inmortal como los caballos
que piafaban entre el oleaje, que al romper contra su cuerpo, los llenaba de espuma.
“Hombre libre, siempre amarás el mar”, dice un verso de Baudelaire. En aquellos tiempos de la dictadura solo el mar era la libertad. Recuerdas aquella mañana
en la playa en que sonaba el campanil del oratorio llamando a los feligreses a misa.
Fue la vez en que decidiste que el mar, entonces tan limpio, tan azul, también era un dios verdadero con aroma a salitre y abrazarse a él bajo la luz del mediodía
era un acto más religioso que arrodillarse ante un confesor que te amenazaba con el infierno en medio de la gloria del verano. Después de tantos años, por muchas vueltas que hayas dado por el mundo, ese
mar siempre te tendrá en su memoria y pese a todas tus caídas nunca te va a condenar.
Al final del confinamiento a causa de la peste en el reencuentro con el mar de tu niñez, sentado en el muelle de la bahía, ves ahora un navío que se aleja. Como
parte de su carga puede que se lleve el recuerdo de aquella lejana felicidad y la moral de la lucha en una guerra de antemano perdida.
© El País (España)
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