Por Roberto García |
Nadie
ignora que más de un encendido oficialista ha reclamado una reforma a la Constitución que se juró en el 94, otros allegados propusieron volver a la del 49. Exigen más derechos de los que caben en
una enciclopedia.
De ahí el siguiente y vasto palabrerío encomillado: en el nuevo “contrato social” del Rousseau redivivo que suele anunciar el Gobierno (de Fernández a Cafiero) acecha un “hombre
nuevo” dispuesto a “cambiar el mundo” y al “sistema capitalista”, una aspiración del Presidente que ya quedó en soledad desde que hace unas horas lo abandonó en la ruta su
colega mexicano, López Obrador, a cambio de que Trump le mejore los aranceles y le prometa más inversiones norteamericanas. Un trueque espiritual: AMLO seguramente obsequiará estampitas religiosas
que curan el virus y, de paso, la seguridad de mantener en su sitio, garrote mediante, a los desposeídos que insisten en cruzar la frontera hacia ese mundo injusto que habla en inglés. Mientras, el argentino
quizás se pregunte si sus declaraciones de nostalgia chavista le han complicado la negociación con los fondos acreedores, siempre permeables al cambio de humor del Departamento de Estado. Aunque en estos casos,
lo único que importa es la plata, una moneda más o una moneda menos.
Para evitar sospechas, de cualquier modo, se pasará de “reconstitución” a “reconstrucción”, un término más adecuado en
el intento por firmar un acuerdo político con Rodríguez Larreta como cabeza de la oposición que implique medidas consensuadas para aliviar y superar la crisis. Casi una sorpresa este giro en la Rosada,
aunque había trascendidos, del mismo modo que asombró el pedido tanguero de olvidar agravios, repudiar a los odiadores seriales y sepultar insultos, a 48 horas de proponer boxear a un periodista o que su alma máter, como lo define a Santiago Cafiero (para protegerlo de las críticas, como Macri a Marcos Peña), trató de “idiota” a un abogado macrista por haber difundido una foto pública
del jefe de Gabinete con su familia. Como del laberinto se sale por arriba, Alberto subió un escalón, buscó ayuda y voló desde Tucuman proponiendo un sentido
al letrero partidario Juntos para el Cambio. Una idea totalizadora que no le debe complacer a Cristina, hoy salpicada por efectos indeseados del asesinato de su próspero ex secretario
y el traslado de la cárcel a un domicilio particular de quien solventó el minimalista túmulo que alberga los restos de Néstor Kirchner, Lázaro Báez. Para no mencionar otros episodios.
Curiosamente, tampoco la novedad del posible pacto alegró a Macri.
Alberto ha confesado que él debe contener a los “loquitos que tengo a mi lado” para su misión conciliadora, mientras su “amigo” Horacio tropieza con una misma situación: sus “loquitos” propios. Ambos piensan que calmarán a los ansiosos, mucho más el ocupante de la Casa
Rosada –tan enamorado de las grandilocuencias orales–, quien determinó el comienzo de una “nueva Argentina” hace apenas dos días: Alberto Imperator, otra refundación. Demasiada
elocuencia personalista cuando en la calle se habla de “régimen vicepresidencial” o de que Ella lo eligió más como jefe de Gabinete que como presidente. Una injusticia ya que Cristina interfiere
poco, se distrae de ciertos temas claves del Ejecutivo, pregunta pero no interviene (de la deuda a la pandemia), y solo se aplica a las cuestiones judiciales que le interesan, en parte a la energía o a la amistad con
China (país dispuesto a renovarle el swap de 19 mil millones de dólares a la Argentina el próximo 17 sin que se conozcan sus condiciones). También veta indeseables, o consigue salidas laborales
para jóvenes afines en organismos de vínculo social que más tarde recaudarán votos. Y, por supuesto, está atenta a los medios. De gobernar se abstiene, en todo caso es una auditora, casi
siempre enojada.
Si para el mandatario, con todos los gobernadores a su vera –al menos para la foto– y numerosos intendentes, empresarios y sindicalistas, corporaciones religiosas
y de asistencia social, su proyecto de entendimiento político significa expandir su precaria influencia, la oposición le agregará levadura a ese intento: gran parte del PRO y la UCR comparten la idea de un acuerdo para impedir que en la interna del Gobierno avancen las huestes de la viuda de Kirchner, más extremistas y estatistas.
Los radicales se pronuncian por un capitalismo de riesgo, la competencia y eliminar tonterías aislacionistas como la de abandonar el Mercosur. Hoy están más cerca de Alvear que de Yrigoyen. Junto a Massa,
ya prosperan entendimientos para aprobar tres leyes esta semana (una, la moratoria, un traje a medida a los amigos del poder que, en la administración anterior, habían sido los enemigos del poder) y combinar
iniciativas hacia el futuro, sin establecerse aún si el operativo reconstrucción empezará cuando concluya el pleito por la deuda o cuando disminuya el efecto del virus. Tampoco parece clara la dirección:
en la próxima semana tal vez se dirima si habrá un impuesto adicional a las fortunas declaradas (con la obvia intención de rebanarle fondos a la blanqueadora familia de Macri), pero al mismo tiempo
se planifica algo para atraer capitales no declarados del exterior para facilitar inversiones. Dos posiciones antagónicas que revelan la bifurcación ante la que se encuentra Fernández. Y Cristina también,
ya que las reuniones de su hijo con empresarios cercanos a su filiación no deben atribuirse a un caso de desobediencia civil. Para lanzar el Operativo Reconstrucción, el Presidente requiere que acierte su equipo
de infectólogos o que la plaga se diluya. Esta mención al equipo sanitario importa porque debe ser la única área en la que Fernández se desprendió de su metodología de
conducción personalista, con gabinete de amigos o fieles, casi todos porteños. Equivocado o no, el equipo de médicos exhibió coherencia, al revés de la individualidad presidencial y del escaso
profesionalismo de muchos de sus ministros. Más seguro que probable, si empieza una concertación política, también ofrecerá otras caras, otras personalidades, un cambio. Aunque ese ejercicio
poco garantiza: en la Argentina, salvo en el fútbol, casi nadie tiene un equipo.
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