miércoles, 8 de julio de 2020

Pintar la casa

Por Almudena Grandes
Benjamin Franklin dijo una vez que tres mudanzas equivalen a un incendio. Pintar una casa, añado yo ahora, equivale a tres cuartos de mudanza. Como mínimo.

Ya había pensado en pintar la casa de blanco este verano antes de que el coronavirus nos robara la primavera. Ha pasado tanto tiempo desde que lo hicimos por última vez que sus habitaciones son de colores, melocotón, rosa, azul, verde… 

Llevo años cansada de verlos, pero durante el confinamiento, tantos días seguidos encerrada entre cuatro paredes, me crisparon los nervios hasta el punto de que empecé a hacer gestiones por teléfono cuando todas las tiendas estaban cerradas y apenas nos dejaban salir a pasear. Con la crisis tan enorme que se nos viene encima, auguré, no me resultará difícil encontrar pintores. Difícil no fue, pero, aunque no lo crean, fácil tampoco, aunque lo conseguí con tiempo de sobra para prepararme. O eso creía yo.

Es increíble la cantidad de cosas que pueden llegar a acumularse en 15 años de la vida de cualquiera. Es asombroso que el tiempo logre convertir objetos que una vez fueron útiles en otros completamente inútiles, y no siempre porque su utilidad o su función hayan caducado, sino porque su existencia se convierte en un enigma incomprensible. ¿Y esto cuándo lo compré yo, de dónde lo saqué, quién me lo regaló? Esas preguntas me acompañan como indeseables guardaespaldas en mis periplos por armarios, maleteros y estanterías. Estas últimas han sido especialmente dolorosas.

He encontrado cosas que creía que había perdido, cosas que había olvidado que existieran, cosas que metí en cajas de cartón cuando hice la última mudanza y que nunca llegué a sacar de allí, pero he descubierto que me faltan muchísimos libros, tantos que he llegado a dudar de haberlos poseído alguna vez. Si no los tenía, vuelvo a preguntarme, ¿cómo, cuándo los leí? Y si los tenía, ¿a quién se los presté? Su ausencia no me hace tanto daño como la presencia de otros que contienen en sus portadas, en sus páginas, toda mi juventud.

Nunca me han gustado demasiado las fotografías, quizás porque perdí a mi madre muy pronto y me daba miedo, entendido como una airosa variedad de la pena, encontrar a traición su sonrisa congelada en un marco o en un álbum. Sin embargo, he guardado alegremente mis libros durante toda la vida sin sospechar que, algún día, ciertos ejemplares me la devolverían con más precisión, más contundencia que su propia imagen. He encontrado, revuelto entre otros muchos, el ejemplar de bolsillo de Vol de nuit, de Antoine de Saint-Exupéry, que leí en francés, con su ayuda, a los 14 o 15 años. De vez en cuando aparecen palabras subrayadas con bolígrafo y encima, con la misma letra menuda y apelotonada que sigo teniendo, su traducción en español. Mamá, ¿qué significa esto? A ver, trae… He encontrado también, dentro de un libro que me regaló mi padre, una tarjeta postal sin sello ni matasellos, que debió de llegar en una carta que recibió mi familia. “Querida sobrina, así de guapa serás de mayor con la condición de que no comas tanto chocolate. Mil besos de tu tío Javier”, aparece escrito al dorso de una reproducción de un cuadro de Édouard Manet, el retrato de Madame Jacob con los hombros desnudos que se exhibe en el Museo del Louvre. Todo en esa postal, el estado del papel, el brillo de la imagen, el color del rotulador azul con el que mi tío la escribió, parece tan nuevo como si la hubiera recibido ayer.

También me he llevado algunas alegrías, casi todas relacionadas con el otro extremo de mi vida. Yo sabía que no podía haber tirado los trabajos manuales que mis hijos hicieron en el colegio, tarjetas, dibujos, collages, pero no sabía dónde estaban. Los he ido encontrando aquí y allá, encima de los libros de este o de aquel estante, entre pruebas médicas, diplomas literarios, cartas de lectores, folletos de promoción. La reforma de la casa me ha dado la oportunidad de recuperarlos, organizarlos y guardarlos juntos, con más cuidado, a costa de estrujarme otra vez el corazón.

Había que pintar la casa, me repito ahora a cada paso, si es que estaba fatal, no quedaba más remedio… Espero que quede bien porque, después de esto, no sé si tendré fuerzas para pintarla otra vez.

© El País Semanal

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