Por Marcos Novaro |
Cada vez más en los últimos tiempos Alberto Fernández pareció estar volviéndose un ejemplo de esto último. Lo que permitiría explicar
por qué consumió ya dos lunas de miel. Y por qué es dudoso que el destino le vaya a regalar una tercera.
La primera se extendió desde su asunción hasta febrero de este año. Fue corta y modesta: en diciembre de 2019 apenas rozó el 55% de apoyo, un número
menor al de casi todos sus predecesores al inaugurar sus mandatos, y estaba ya debajo de 50 dos meses después. En parte porque la desconfianza de quienes no lo habían votado no se disipó al verlo investido
como presidente de todos, de “la Argentina unida”. Lo que tal vez tuvo que ver con que su invocación a la unidad vino acompañada de una nueva ley de emergencia, el consecuente manotazo a las jubilaciones,
una reforma de la justicia que desde el principio olió a impunidad para los corruptos, más cepo al dólar e impuestazos que desalentarían aún más las inversiones.
La segunda fue mucho más intensa, pero tal vez no termine siendo mucho más prolongada, porque su beneficiario la aprovechó igual de mal que la primera: en abril
pasado tuvo un pico de más de 70% de apoyo, al calor del shock de confianza que logró con la temprana cuarentena, pero dos meses después, según distintos sondeos, ya había perdido entre 15
y 20 puntos.
Y además de popularidad, perdió confianza, algo más difícil de recuperar. En un comienzo fue visto por muchos como un equilibrista que podía conciliar
posiciones, tejer un entendimiento entre kirchneristas y no kirchneristas y reconciliar, sino a todos los argentinos, al menos a los peronistas, promoviendo su mejor convivencia con las reglas de la democracia y una economía
moderna, capitalista. Hoy todo eso suena a fantasía o mera propaganda. Desde que intentó quedarse con Vicentin, chocando con empresarios, jueces y periodistas que se atrevieron a contradecirlo, y encima fracasó
en cada una de esas batallas, la imagen de equilibrista dio paso a la de un patotero frustrado, incapaz de infundir miedo y proclive a hacer el ridículo.
Como él mismo dice, aprendió del mejor. Solo que al oírlo denostar a quienes protestan, porque están según él “confundidos”, a los
jueces que fallan en su contra, amenazándolos con impracticables sanciones y retaliaciones, a los que no aguantan la cuarentena eterna, sugiriéndoles que la única alternativa es la muerte, uno tiende a
concluir que hasta lo malo lo copió mal.
Este shock de desconfianza desatada un mes atrás, y potenciada con el acelerado deterioro económico, diluyó el perfil de su imagen presidencial, y la subsumió
plenamente dentro del campo kirchnerista. En cuyos límites no puede germinar nada distinto a lo que representa Cristina Kirchner, como ya se comprobó con el infausto experimento de sucesión que encabezara
años atrás Daniel Scioli.
Es que el kirchnerismo se parece a un pacman: devora todo lo que encuentra a su paso, y convierte a quienes incorpora en clones, replicantes con una misión específica,
una vida acotada y poca o nula libertad de acción.
La encuestadora Opinaia viene consultando desde hace meses a la opinión pública sobre la identidad del gobierno de Alberto Fernández: ¿es una nueva versión
del kirchnerismo, es el “peronismo de los gobernadores”, o tiene una identidad propia? Los resultados son demostrativos de lo que venimos diciendo: la mayoría lo ubica muy cerca de Cristina, si bien en el
comienzo de la cuarentena pareció más capaz adquirir un perfil propio, lo que se fue diluyendo en los meses posteriores. Este desajuste entre lo que la sociedad ve en Alberto y lo que quisiera ver parece ser
fuente de una suerte de desconcierto, no se sabe muy bien qué esperar de él, y un potente aliciente a la desconfianza.
¿Por qué no logra romper este karma, más bien lo complica aún con el paso del tiempo? ¿Es que no puede, porque Cristina lo tiene entornado y sometido,
o es que no quiere, porque en el fondo no piensa muy distinto que ella? Las dos cosas pueden ser más o menos ciertas, según los temas que se trate, pero hay un tercer factor, sin el cual no se entiende la inclinación
del propio Alberto a agravar el problema en que está: él cree que, aplicando los principios peronistas del liderazgo, al final del día, va a salvar la ropa, y esos principios le mandan, ante todo, afirmar
la preeminencia de la política sobre todo lo demás. Una imposición que, cuando no hay plata, ni carisma, ni seguidores entusiastas y disciplinados, solo se puede conseguir con cosas como las que está
intentando: una cuarentena interminable, la intervención discrecional sobre mercados y empresas, una renegociación de la deuda que se politiza más y más a medida que pasa el tiempo y cosas por el
estilo.
Sería un error entonces suponer que su problema se reduce a que se somete a Cristina, o que intenta ser más moderado, pero no le sale. Es discípulo de una escuela
política que alienta a apostar por las opciones que más poder discrecional le dan a quien gobierna, no importa mucho con qué argumento haya que justificarlas, ni qué rumbo en consecuencia se delinee.
Lo que importa es ejercer el máximo de poder, para acrecentarlo. Así, si da un golpe sobre la mesa y no le hacen caso, como sucedió con Vicentin, va en busca de un resultado distinto en algún otro
asunto: avanza hacia un default, al menos parcial, que cree le permitirá sacar chapa de duro, y se endurece a más no poder con comerciantes, runners y demás culpables de desparramar el virus.
Años atrás lo entrevisté, con otros colegas académicos, sobre su participación en las gestiones kirchneristas entre 2003 y 2008 (se puede consultar
su testimonio en el Archivo de Historia Oral de la UBA, son más de diez horas de grabación). Me dejó dos impresiones indelebles. Primero, su tendencia a desresponsabilizarse de decisiones e iniciativas
que resultaron fallidas, para lo que ponía en práctica un delicado arte para manipular descaradamente datos de la historia, incluso los harto conocidos. Segundo, su propensión a exagerar su rol, al extremo
de considerarse “un socio de Néstor y Cristina”, el “tercer accionista del proyecto” eran sus palabras, y no su empleado. El primer rasgo lo impulsaba a mentirnos, lo que resultaba bastante incómodo.
El segundo lo movía a mentirse a sí mismo. Lo que, para cualquiera que se dedique a la política, es por muchos motivos bastante peor.
© TN
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