Por Jorge Fernández Díaz |
Al promediar el juicio se revela
que el prelado lo obligaba a filmarse con su novia en escenas de sexo, y durante una requisitoria psicológica se devela también que el acusado posee doble personalidad: conviven dentro de una misma mente un muchacho inofensivo llamado Aaron y un tipo calculador y despiadado apodado Roy. Eso le basta al abogado para presentar el caso como un trastorno de identidad disociativo, y lograr así que su defendido no sea condenado por el crimen y lo internen un par de meses en un neuropsiquiátrico.
Cuando el defensor, henchido de gloria, visita por última vez a su cliente descubre que Aaron fue en realidad una actuación de Roy, y que el malo compuso todo el tiempo el papel de bueno para engañar a
todos. No diré el nombre de la película ni de las tres novelas sucesivas que consagran a Stampler como un malvado de antología. Solo diré que en el cine lo interpretó Edward Norton y que el thriller calcaba descaradamente el desenlace de Testigo de cargo, pero que también le daba una vuelta de tuerca al clásico de Jekyll y mister Hyde. Porque no se trataba de dos personalidades en una, sino de su mera simulación oportunista.
Las dudas razonables de aquel jurado se parecen mucho a los crueles interrogantes que el pueblo argentino se formula hoy frente a un gobierno integrado por dos dirigentes que públicamente
aparecen como el agua y el aceite: ¿son en realidad tan distintos, uno es una simple creación del otro, o los dos están simulando? Sabemos por diferentes testimonios que el regente y su jefa política hablan varias veces por semana. Este dato fundamental abre a continuación una pregunta obvia: si existen tantas charlas privadas,
¿por qué la Pasionaria del Calafate precisa enviarle tantas sanciones públicas? La respuesta es conjetural: los mensajes no son, en el fondo, para Alberto Fernández, sino para su propia tropa. Alberto fue "contratado" para cazar a los moderados, ganar las elecciones, recuperar el poder y realizar las tareas sucias de la transición. Estas últimas consisten en negociar la deuda externa, algo que implica confraternizar con el "imperio": el capital financiero, el Fondo Monetario Internacional y la Casa Blanca. A pesar de su notable lentitud, el jefe del Estado intenta cumplir la tarea encomendada, a lo que se sumó una faena que no entraba en el cálculo de nadie: morigerar una catástrofe económica
de oceánicas proporciones, producto de la crisis del Covid-19 y de la cuarentena eterna. El regente intenta, con ese objetivo, alcanzar algunos acuerdos básicos con los empresarios y con la oposición;
con ambos sectores se reúne también el hijo de la arquitecta egipcia. ¿Por qué cuestionar entonces todas estas acciones? Más precisamente, ¿por qué Cristina Kirchner quiere mostrarse lejana y en disidencia con esas estrategias generales de su propio gobierno y hasta de su propio hijo? Podemos recurrir a una doble explicación: trata de cuidar como sea su capital simbólico
y, a la vez, marcar distancia, porque presiente la chance de un eventual fracaso y quiere preservar su figura. La frase más significativa de Hebe de Bonafini, esperpéntica vocera del Instituto Patria, es aquella en la que anticipa un desastre: "Me parece que nos vamos a pique". Se insinúa una operación para resguardar a la dueña
de todo daño; un nuevo relato fantasmal: "Cristina Salvadora". Por si Alberto no puede salvarnos de nada. La doctora necesita que se hagan algunas cosas, pero no en su nombre, y además les debe explicaciones a militantes que ha alienado con mentiras repetidas cien veces;
ellos han convertido esa papilla en mantra y en dogma: se sienten traicionados ahora por el pragmatismo que impone la realidad y gritan la desilusión. La madre protectora no los disciplina; permite que hagan catarsis y lesionen a su socio, que está obligado a desmentirse a sí mismo día por medio.
El costo de todo este jueguito es el deterioro permanente de la autoridad presidencial y una gestión errática, donde los funcionarios no acatan las directivas hasta esperar las contraórdenes. Un stop and go (Kicillof dixit) en todas las áreas, en todos los temas
y a toda hora. Unos se pronuncian por el diálogo, contra las expropiaciones, el "discurso único" y las "ideas locas", y contra las muertes y torturas de la dictadura bolivariana. Los otros
creen que no se puede dialogar con "corporaciones de la derecha" ni con "vendepatrias" que "fundieron el país"; pretenden una hegemonía de partido único y un estatismo cerril sin inversión ni iniciativa privada, apenas propulsado por un tesoro desfinanciado, fábricas recuperadas, pymes y cooperativas. Para este
sector, de ideas indigentes, en Caracas no se asienta un siniestro y salvaje régimen dictatorial, sino un resistente peronismo venezolano.
La gran dama no tolera, en apariencia, acuerdos ni negociaciones con la "antipatria", ni reconoce otra fuerza que no sea la propia, y solo concibe la unidad nacional bajo
su mando. Ha implantado en los cerebros de sus acólitos -poseídos por la religión que profesan- la idea de que los procesados por la corrupción fueron en verdad sufridos "presos políticos",
y les exige al mandatario y a la sociedad entera no solo que las causas se anulen de inmediato, sino que se acepte de manera manifiesta que eran apócrifas y que ella y su familia y sus principales espadas fueron completamente inocentes, y que jueces, fiscales y periodistas paguen caro la osadía. Semejante pretensión
-a esta altura de los fallos, los expedientes y las pruebas- solo se conseguiría con una revolución. La presión sobre Alberto Fernández para que encuentre una salida creativa crece día a
día, pero esta misión resulta de imposible cumplimiento. Por lo tanto, la parálisis de este proyecto delirante, escandaloso y autoexculpatorio es vivida como una frustración por la grey cristinista
y como un signo de inadmisible y peligrosa "modorra" por la reina. Sus soldados están a cinco minutos de usar la palabra traición.
La cultura del zigzag resulta, por todo lo expuesto, el signo más característico de un gobierno estrafalario que no puede consensuar internamente un programa económico
ni una política exterior, ni una reforma de la Justicia ni un plan de seguridad coherente. La grieta, como un virus letal, se ha mudado al interior de su administración, y en este cuerpo único, una pierna tiene que pedirle permiso a la otra para caminar, y a menudo se queda inmóvil, temerosa de sus propias zancadillas. Ni las investigaciones periodísticas
ni las opiniones de los articulistas políticos, ni las más ásperas voces opositoras, ni siquiera los masivos banderazos del republicanismo popular perjudican tanto al Presidente como su vice. Que replica,
consciente o inconscientemente, aquella pérfida estrategia imaginada para Scioli: vigilarlo, coparle la parada, limarle la moderación y obligarlo a que levante el cepo, arregle con los holdouts y ejecute la antipática "sintonía fina" (ajuste de tarifas y déficit), mientras el cristinismo debía mostrarse públicamente molesto y crítico de algunas de esas medidas necesarias, sin pagar ningún costo político
por ellas y preparado siempre para vaciar de poder y reemplazar al delfín cuando este se pasara de la raya o la gestión se fuera "a pique".
Las fuerzas en tensión, dentro de este insólito gobierno peronista, se anulan mutuamente, y lo llevan sin querer a un lugar nuevo e indeseado. Vuelve a ser pertinente aquí la lejana ironía de George Bernard Shaw: "En el matrimonio sucede que cada uno tiene sus gustos, y estos
son incompatibles con los del otro, y cada uno tira hacia los suyos. Uno tira hacia el norte y el otro hacia el sur, y el resultado es que se dirigen al este, adonde ninguno de los dos quería ir".
© La Nación
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