sábado, 25 de julio de 2020

Eva Perón, alumna de Nervo

HOMENAJE A EVA PERÓN EN UN 
NUEVO ANIVERSARIO DE SU FALLECIMIENTO 
(26 de julo de 1952-26 de julio de 2020)

Por Liliana Bellone (*)

Fragmentos de Eva Perón, alumna de Nervo, de Liliana Bellone, Edición del Congreso de la Nación, Colección Bicentenario, 2010.

Novela traducida y editada en Italia por Editorial Oédipus de Salerno con el título de “Eva Perón, allieva di Nervo”, 2014.

Ahora doña Juana pone los platos sobre el mantel bordado en la clase de Manualidades con espigas y girasoles, la riqueza de la patria, girasoles amarillos como el pelo de la campesina que baila al son de una mazurca o de un polca y que vino en un barco de vaya a saber qué tierras lejanas. Qué bonito mantel con vainillas y entredós, con borlas y puntillas al crochet, festoneado y con punto en cruz, con rosas rococó porque era una poesía el mantel blanco bordado por Elisa en la clase de Manualidades, y la loza cristalina que Juana Ibarguren pone en la mesa cuando llegan los pensionistas, don José Álvarez Rodríguez, su hermano Justo, futuro novio de Blanca y el Mayor Arrieta, prometido de Elisa.

Verano en Junín. Era verano cuando se fue en un tren, recién hecha señorita con tacones altos, medias de seda, pollera angosta, sombrerito con tul y broche de fantasía. Verano, siempre verano. Como el 15 de enero en el Luna Park. Las Luces. Perón. Homero Manzi que los presenta. Siempre verano. Era verano cuando jugaba a la ronda en las calles regadas. El Arroz con Leche, y la plaza olorosa a paraísos, esos árboles frágiles y con flores lilas tan perfumadas que parecen siempre adolescentes, árboles del verano y los jardines con magnolias y azucenas. A Doña Juana Ibargueren le gustaban las magnolias y su perfume lujoso. Y las violetas, como a ella. Las rosas, las camelias y las orquídeas que le mandaban al Palacio Unzué, se las regalaba a Juana Ibarguren. Llevalas para mi madre, le decía a Irma Cabrera.

Y los ojos buenos de su madre la protegieron de las miradas ruines, de los deseos torcidos de las orgullosas señoras de Barrio Norte. ¿Por qué la odiaban tanto? Porque era ilegítima, por eso la odiaban sin duda, como si el amor necesitara legitimarse con firmas y documentos. Pero esas pacatas señoras mezquinas y mediocres no `podía ver más allá de sus narices. Estupidez. Tanto daño había hecho ya la estupidez. Mediocridad. Cholulismo. Cerraba los ojos fatigada. Allá está Juancito con Fanny. Formaban una bella pareja. Fanny, amiga, hermana, me hubiese gustado que te casaras con mi hermano. Perón aún no ha llegado. Todo se desvanece ahora, el tapado de visón, la gargantilla de esmeraldas, la Gran Medalla, la Gran Cruz de Isabel la Católica. Todo se esfuma. Un viento helado arrasa. Nada queda en la planicie. Hay una mujer Solamente una mujer con un velo.

Tuvo una extraña mejoría. ¡Se ha salvado!, exclamó Juancito Duarte. Ella pensaba en esos momentos en su último pedido, las armas para la gente. Quiso levantarse, pero se lo impidieron. Quiso ponerse los zapatos, los guantes, el sombrero, el traje sastre, el collar de perlas y salir. Salir. Alguien la estaba esperando. Bajó en sueños por las escalinatas el Palacio Unzué, voló por Libertador, por Alem y llegó al Parque Lezama, contempló las estatuas frías y una voz como el viento le dijo que había cumplido. Volvió por Paseo Colón, recorrió Independencia (Oyó la voz de Nelly Omar cantando Sur- paredón y después- Sur- una luz de almacén- ya nunca me verás como me vieras- recostado en la vidriera- esperándote), pasó por el edificio de la CGT y entró en la Secretaría por Yrigoyen. Miró los cuadros, los pesados cortinajes marrones, el sillón y el escritorio con los adornos de cocodrilo. Firmó un papel. El pacto estaba sellado.

Por el cielo gris de Buenos Aires se delizó también un sulky negro. Ahí venía Juana Guiquil. El carruaje se detuvo en la entrada del Palacio Unzué. Algunos vieron los caballos negros y vieron a la Juana Guiquil con un velo y joyas de plata. Juana Guiquil, el hada, la sibila, la bruja, el ángel, la moira, venía a cobrarse su deuda.

Al fin y al cabo todas las vidas son iguales, se resumen a pequeños sueños, pequeños deseos, pequeños paisajes olvidados y que son los más importantes. Hasta los monarcas más grandes reducen su historia a pocos trazos, a una tibia sonrisa de la infancia…

Como Casandra, hilvanó algunas palabras que se redujeron a sus bienes terrenales, testamento conciso de aquello que no podía llevarse: nada.

Se habían ensañado con su cuerpo, ella misma no había tenido piedad de su cuerpo, lo deshilachó, lo sometió al suplicio y al cepo, lo crucificó en la pira de un deseo más allá de los límites. Muere, Evita, muere, había sido la consigna.

Las intrigas habían hecho blanco en sus venas, en sus vísceras, en sus huesos; los dardos, los galgos, los lobos, las aves de rapiña querían devorarla. Se durmió pensando en los héroes que mueren jóvenes. Una figura de largos dedos se acercó. Diente de flores, cofia de rocío,- manos de hierbas, tú, nodriza fina,- tenme prestas las sábanas terrosas- y el edredón de musgos encarnados-

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.-Ponme una lámpara a la cabecera;-una constelación; la que te guste;- todas son buenas; bájala un poquito.

Y la nodriza la acunó y se durmió arrullada en el lecho tibio oloroso a retama a leche y a Agua de Colonia. Alfonsina, Déjame sola: oyes romper los brotes…, Alfonsina en el 38 yéndose hacia el mar, qué frío es el mar, sumergirse ahora en formoles, irse, vaciarse, hermanarse a las nubes que forman el mar verdemar mar llora mar como aquella noche en que llovían estrellas en Junín y la pampa era toda luz y esa lluvia de estrellas como el Paraíso de los nueve cielos que vio en la carta astral que le hizo Sylvia, la amiga de Joaquín De Genaro, que le dijo que iba a ser muy famosa.

Finalmente tuvo una serie de alucinaciones. Pero cuando se recuperaba pedía hablar con Cámpora para que no olvide las armas para las milicias populares y recordarle a Perón acerca de la caja de cristal, eso la preocupaba.

Deseaba que cada átomo de su cuerpo permaneciera inmutable, pétreo, como el nácar de la ostra. Quería mantener la hermosura, que ya no se desvanecería con los años. -…pero ¿no miras?, estoy muy vieja,-¡ya ninguno me busca y a nadie espero! Como “La bella del Bosque Durmiente”, en su caja extendida, blandamente dormida, asómate al espejo de esta fontana- oh, pobre caballero… ¡Tarde viniste!- Mas, aún puedo amarte como una hermana,-posar en mi regazo tu frente cana- y entonar viejas coplas cuando estés triste…

Le volvían insistentes a la memoria los versos: Qué bien estás mi amor,- ya por siempre exceptuada- de la vejez odiada- del verdugo dolor…- Inmortalmente joven- Inmortalmente joven- inmortalmente joven. Multitud de palabras, de voces, de ecos, multitud de multitudes en el mecanismo de su mente: Oh, Padre de los vivos, ¿a dónde van los muertos,- a dónde van los muertos, Señor, a dónde van?” Intentó sonreír. La flaca ya se va, le dijo a Juan Ibarguren.

Retomó su firmeza y acercó sus labios a Perón. Dijo: Hay que darles leña, Juan, si me muero te harán caer. Llamá a los muchachos de la CGT. Ellos tienen las armas. Dales mis joyas a los pobres, no los descuidés, son los únicos que saben ser fieles.

No hablés más, Chinita, quedate tranquila, le dijo Perón.

Ella entornó los párpados, como si se sintiera aliviada. La Caja de Cristal, le pareció oír a él. Murmuraba, susurraba: La caja de cristal…Ya por siempre exceptuada de la vejez odiada… Por favor, no dejés que mi cuerpo se transforme, quiero permanecer igual, siempre joven, como dormida... Él le acarició las manos, el pelo, las mejillas, la frente. Ella se relajó y él oyó que lo llamaba diciéndole: Padre, padre…

Evita se aferraba a su manos y le decía padre, padre. Pobre niña, pensó Perón, piensa en su padre, en su infancia, en los juguetes que nunca tuvo, por eso eran para ella tan importantes los juguetes, le gustaba regalar juguetes para el día de Reyes. Una vez los Reyes le trajeron una muñeca renga porque era más barata. Doña Juana la consiguió por monedas. Evita y sus muñecas y casitas y muebles de fantasía para su sueño de niña pobre. En su mundo limitado, la gran fantasía eran los Reyes Magos que en enero llegaban a Los Toldos. Pero ¿Había dicho padre o a él le había parecido? No, no era posible esa palabra, si ella se había alejado tanto de su origen, había volado tanto desde el centro del laberinto, desde el corazón de la tribu. No era posible. Le había parecido que le había dicho padre. Eva Perón no podía llamarlo de ese modo, porque él conocía muy bien su carácter, su intransigencia, su tesón, esa fortaleza que la había llevado a comprar armas, dispuesta a la lucha por la revolución, a presionar a políticos, a dirigir a los gremialistas, a enfrentarse con la alta burguesía reaccionaria y conservadora. No, Eva Perón no podía haberle dicho esa palabra. Le había parecido. Quizás se refería al Padre Hernán Benítez. Y esa obsesión por su cuerpo, para preservar cada célula, cada forma. Libélula querida, pensó Perón. Las libélulas son frágiles pero se pueden petrificar. Son tan leves como el aire. Él, cuando era chico, juntaba libélulas y mariposas y las guardaba con cuidado en una caja. Ahí estaban, hasta que las sacaba y el viento las disolvía, las arrastraba hacia los rincones finales del espacio, los más pequeños, donde todo es tan breve que prácticamente no existe. Ella quería permanecer así, en la belleza liviana de su cuerpo, desnuda y eterna como una libélula.

Pobre Cholita. La recordó cuando la vio en la Secretaría de Trabajo, rosada y nerviosa, como una niña casi, en ese verano del 44, para reunir fondos para los damnificados del terremoto de San Juan, que fue en enero del 44, sí, en el 44, cuando se conocieron. Siempre el verano en mi vida, le había dicho Evita. Era verano cuando cambié de piel. Tenía 4 años, Juan, le dijo. Después en un verano vine a Buenos Aires, en el 35. Y Juancito me esperaba en Retiro porque estaba haciendo el Servicio Militar.

Jamás pudo dilucidar Perón esas palabras misteriosas y últimas de su compañera. Tal vez eran la clave. Niña al fin, se había aferrado a sus manos fuertes, lo había llamado o, quizá, lo había confundido en medio del sopor de las drogas y el delirio. Quizá era un llamado hacia una región ignota, hacia una ribera donde miles de voces repetían como un zumbido: padre, padre.

La escritora Liliana Bellone ha autorizado especialmente a Agensur.info esta publicación

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