Algunas de las obras del compositor italiano se convirtieron en melodías y arreglos que resultaron revolucionarios
Por Fernando Navarro
Se agotan los adjetivos en las necrológicas para hablar de Ennio Morricone, quizá el compositor de bandas sonoras más popular de la historia del cine. Se citan en las crónicas sus westerns junto a Sergio Leone, se habla de su último trabajo junto a Tarantino, se nombran las inmortales melodías de Cinema Paradiso o La misión, su aportación al thriller de Los intocables o incluso su (polémica) colaboración con Almodóvar.
Pero se olvidan otros Morricones. Se olvidan canciones, partituras, ideas, conceptos; genialidades que revolucionaron o transformaron no solo la música de cine sino la carrera de algunos cineastas o la propia concepción de varios (sub)géneros.
Un repaso a esa discografía morriconiana más o menos oculta y alejada de los recopilatorios ayudará comprender y completar la carrera de un músico que fue además de un gran compositor un arreglista superdotado y un maravilloso orquestador.
Irrepetible y contradictorio
Una figura irrepetible en el cine. Y muy contradictoria: era a la vez un ideólogo y un mercenario, un humorista y un trágico, un genio y un artesano; un hombre modesto, tímido aunque orgulloso, pieza imprescindible de la historia del cine europeo, de cierta historia del cine estadounidense y, sobre todo, de la historia del cine italiano que es a la vez la historia del arte italiano y de Italia como país violento y agitado.
Formado en la música contemporánea, Morricone no tardó en ser requerido por algunos de los más populares cantantes melódicos italianos, a los que aportó un gran número de arreglos y composiciones, hermanando pop y música culta. Se puede rastrear su talento y sus sorprendentes ideas en un gran número de canciones. Ahí están, por ejemplo, el piano que abre Tra tanta gente de Luigi Tenco, la ligera delicadeza de Nun é peccato para Helen Merrill, sus tan queridos coros –y el juego de metales guasón– de la mítica Abbronzatissima de Edoardo Vianello o el clavicordio dominante en Rotativa, solo una de las perlas de su colaboración con el brasileño Chico Buarque.
Aunque su obra maestra dentro de la música popular italiana es su composición para Mina Se telefonando. Una canción imposible, que abandona las dos primeras estrofas para enredarse en un estribillo circular, tan inquietante como hermoso, en el que lleva el melodrama de la canción popular italiana un paso más lejos, adelantándose casi a la tensa violencia del giallo –el explosivo y abstracto thriller italiano– del que fue maestro.
Desplazando el tradicional sonido orquestal de Max Steiner, Alfred Newman o Dimitri Tiomkin o incluso Elmer Bernstein, Morricone reinventó la manera en la que suena el western, un género cien por cien americano que el romano hizo saltar por los aires con sus hallazgos: coros, guitarras eléctricas, trompetas, armónicas polvorientas, silbidos, baterías, bajos muy marcados.
Al margen de las conocidas y míticas aportaciones a la trilogía del dólar hay otras genialidades reseñables como su tema Vamos a matar compañeros para Los compañeros de Sergio Corbucci o el muy usado juego de voces demenciales de Navajo Joe también de Corbucci, el contagioso optimismo revolucionario de Tepepa de Giulio Petroni o la guitarra afilada de La resa dei conti para Sergio Sollima.
Morricone fue sobre todo un compositor italiano, vital para entender la historia del cine italiano y sus muchas vertientes. No se puede entender por ejemplo el cine de Elio Petri sin la música ruidista, extraña, casi industrial que escribió para La classe operaia va in paradiso o la tan inquietante como divertida melodía que escribió para la obra maestra de Petri, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha. Hizo un tándem interesante con Pasolini, ya fuera en su vertiente de parábola pastoral (los inolvidables créditos cantados de Pajaritos y pajarracos) o en su versión de oscuro cuentista moral (el electrizante “Fruscio di foglie verdi” que escribió para Teorema; apuntilló el estilo seco y a la vez vibrante de Gillo Pontecorvo, desde la rudeza de su marcha o el final a base de percusiones y teclados de La batalla de Argel hasta –de nuevo– el juego con órgano y percusión que preside el emocionante canto “Aboliçao” de Queimada –y que de algún modo prefigura su célebre música para La Misión– sin olvidar su golpe de genio en forma de tarantella para el final de Allonsanfàn de los Taviani (y más tarde recuperada por Tarantino para Los odiosos ocho). Formó parte de algunos de los éxitos más rotundos de la comedia italiana como Bianco, rosso e Verdone, donde contribuyó con una música a ratos sosegada y melancólica, aportando sobre todo sutileza a la comedia popular de Carlo Verdone.
De hecho, Morricone se atrevía con todo y no le hizo ascos al cine erótico italiano, ya fuera en su vertiente dramática (para Metti, una sera a cena creó un trasfondo sedoso guiado por una voz femenina y que, de algún modo, se convirtió en otro standard de la época) o trabajando para el erotómano Tinto Brass (en su banda sonora para Le chiave, por ejemplo, propone una especie de música ligera, casi cómica, aportando humor al alto voltaje erótico de las imágenes de Brass.
Experimentación y artesanía
Pudo conjugar su amor por la experimentación con su gran sentido del trabajo y la artesanía en los primeros gialli de Dario Argento; en El pájaro de la pluma de cristal con sus juegos de coros más o menos dulces definió el sonido de este amoral subgénero maltratado del cine italiano (cada vez más reivindicado por su belleza y su plasticidad) y que llevó aún más lejos en sus trabajos para el olvidado Aldo Lado. Escúchese el sinuoso vals de La corta notte delle bambole di vetro el macabro, espectacular uso de los coros infantiles de Chi l’ha vista morire? –atención al tema “Canto della campana stonata” de este último– o la inquietante mezcla de belleza y oscuridad de con la que envuelve una película tan siniestra como “L’ultimo treno della notte”; en sus trabajos para otro subgénero de derribo, el poliziesco (en especial los del maestro Umberto Lenzi) brilló su uso de los pianos, como en la melodía de Milano odia: la polizia non puo spare.
Con Bertolucci trabajó desde el principio –de hecho su música para Prima della Revoluzione es una de sus primeras partituras para el cine– pero es en Novecento donde entregó la que puede ser su obra maestra italiana: el tema “Olmo e Alfredo” de esta película que resume, en menos de dos minutos y medio, toda la melancolía (la melodía principal) de la violenta (el contrapunto de la segunda parte del tema) historia de Italia. A Sacco e Vanzetti de Montaldo aportó dos canciones que se han convertido en clásicos de la canción de denuncia –gracias a que fueron interpretadas por Joan Baez para la película– de las cuales la más conocida “Here’s to you” pero es “La ballata di Sacco e Vanzetti” la que arrebata con su estructura alambicada, barroca, y su instrumentación.
Mención aparte merece su alianza con su querido Peppuccio (el nombre cariñoso con el que se refería al cineasta Giuseppe Tornatore) que dejó además de la conocidísima Cinema Paradiso (en sí, un monumento al cine italiano) otras piezas de igual belleza: para los retratos de soñadores fuera de época tan propios de Tornatore como L’uomo delle stelle y La leggenda del pianista sull’oceano Morricone creó algunas de sus más hermosas composiciones. Para el extraño psychothriller Una pura formalità, compuso la que puede ser su canción más delicada (en una producción donde abunda la delicadeza): “Ricordare”, cantada con fragilidad por Depardieu en la película e inmortalizada en la versión en directo que el maestro hacía junto a Angelo Branduardi. Tuve la suerte de ver a Branduardi cantando esta canción en Sevilla, en 1999, con Morricone dirigiendo la orquesta. Nunca me ha abandonado esa canción desde aquella primera vez que la escuché.
El Morricone menos conocido
Morricone fue un compositor cuyo trabajo, quizá por su osadía, brilló sobre todo en producciones de segunda de cine de género, cuando no directamente en subproductos: algunas de sus mejores partituras y sus trabajos más complejos y originales fueron para películas como Orca, sutil, delicada, tensa, extraña o Red Sonja –su única incursión en la espada y brujería y con con un tema principal épico pero no exento de humor y un uso de orquesta propio de los maestros orquestadores.
Su amor por el cine trash culmina en la banda sonora de El exorcista II, la denostadísima cinta de John Boorman (considerada de las peores películas de la historia) para la que compone una hermosa y equilibrada música al estilo giallo (escúchese el precioso “Reagan’s theme” como muestra).
En el cine europeo, Morricone trabajó con algunos de los mejores directores, dejand
o bandas sonoras ya míticas entre los aficionados: Frantic, su única colaboración con Polanski es un el tenso score (con sus habituales contrapuntos) que cuenta con un precioso tema central, igual de desconcertante que la trama de la película; ¡Átame!, su polémico trabajo con Almodóvar (Morricone confesó que nunca supo qué opinaba el director de la música que hizo para la película), es quizá una de sus más complejas, inteligentes e irónicas músicas para una película.
A pesar de su fama mundial, Morricone no se prodigó tanto como podría parecer en el cine americano y cuando lo hizo fue casi siempre de la mano de francotiradores, rebeldes y bichos raros de la industria. Alejado de los estándares de música hollywoodiense (que remarcan siempre las imágenes y no dejan que la música aporte más que eso) Morricone fue solo fiel a sí mismo en sus trabajos americanos. Para Terrence Malick compone en Days of heaven una de sus músicas más románticas y arrebatadas; en la ominosa The thing, una especie de extraño juego de espejos/broma entre la afición de Morricone por la atonalidad y el propio minimalismo de sintetizador de las bandas sonoras del director de la película John Carpenter; para White dog, su inesperada alianza con el mítico Samuel Fuller, Morricone escribió una extraña música que acompañaba a la perfección el original alegato antirracista de Fuller; tras La misión y Los intocables entra en un periodo de gracia basado en el contrapunto, y en esta línea se pueden encontrar las maravillosas State of grace y Bugsy (en el tema “Act of faith” de esta última Morricone sube la apuesta del lirismo apuntado en Los intocables); para la Lolita de Adrian Lyne escribió un tema de amor tan sencillo como inolvidable.
Pero si había un director con el que Morricone estaba destinado a encontrarse era Brian De Palma. Ambos son excesivos, líricos, tan sucios como intensos, y con bastante humor). Al margen de la celebrada música de Los intocables hay que escuchar su música para Casualties of war, la aproximación de De Palma a la guerra de Vietnam. Una partitura muy querida por su autor (nunca ha faltado en su repertorio en directo) y para la que creó el que puede ser uno de sus mejores temas: arranca suave, con percusiones, cuerdas y usando la flauta de pan, escondiendo en todo momento la melodía principal; irrumpe un coro al principio sutil, luego grandilocuente; aparece la melodía principal, tímida, apuntada con una trompa hasta que estalla esa misma melodía (de nuevo contrapunteada por el coro) con las cuerdas. Jamás se ha retratado (quizá con las excepción del tema de John Williams para Nacido el 4 de julio) la crueldad y violencia de la guerra en una música más hermosa que esta.
La escucha obligada de este y tantos otros temas olvidados en películas de segunda o en discos perdidos en las estanterías de alguna tienda de segunda mano nos habla mejor que todos los textos que se escriban de la enorme humildad, maestría, capacidad de trabajo, orgullo de oficio y genialidad de un músico que ha sido muchos músicos.
© Letras Libres
Tema principal de "Casualties of War", por de Ennio Morricone
Tema principal de "Casualties of War", por de Ennio Morricone
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