Por Javier Marías |
También había ido a Nueva York a presentar la edición americana de mi novela Así empieza lo malo, título que a partir de entonces se convirtió en el tema central de las entrevistas y charlas que me habían programado. Los periodistas
lo veían premonitorio y exacto, aunque proceda de una cita ambigua de Hamlet. Esto lo conté aquí en su día: a la mañana siguiente estaba citado con un joven, Blitzer (su nombre asociado a la victoria del mal que empezaba), quien apareció asustado y deprimido.
Le vino bien hablar de literatura, recordó que había cosas en las que Trump no entraba. Por la tarde fui a Brooklyn, y el jueves 10 viajé en tren a Filadelfia con María Lynch, mi agente. Una jornada
muy rara, con el público consternado y yo sin poder fumar más que en un callejón repugnante destinado a los transgresores. Esa ciudad tiene un buen museo, con uno de mis cuadros favoritos (lo utilicé
en la cubierta de una traducción mía) que nunca, me temo, alcanzaré a ver “en persona”. El viernes 11 lo pasé en Nueva York con otros compromisos. Todo había cambiado desde mi
llegada, y en el este no se percibía ninguna alegría, sólo tristeza y encogimiento justificados.
Los países que caen bajo las garras de un dictador o de un régimen totalitario por un golpe de Estado o por una revolución o una guerra, provocan enorme lástima
y uno se siente compadecido de su suerte. La única ventaja de esas situaciones (si la palabra “ventaja” es admisible) es que la visión que uno tiene de ese país no se ve afectada, ni su estima,
ni su admiración cuando toca. Otro asunto son las naciones que eligen a un déspota libremente, y vivimos una inesperada época en la que eso ocurre con frecuencia: Turquía, Venezuela, Polonia, Hungría, Rusia, Filipinas, Nicaragua, el Brasil, México,
la India y hasta Gran Bretaña… En ellas gobiernan sin cortapisas los egocéntricos y autoritarios Erdogan, Maduro, Duda, Orbán, Putin, Duterte, Ortega y Murillo (cuántas “industrias conyugales”
nefastas, a imagen y semejanza de los pioneros Perón y Evita), Bolsonaro, López Obrador, Modi, Johnson, respectivamente, y todos están ahí por decisión de los votantes. Más difícil
es achacarles culpa en la China y en Cuba, porque allí no hay verdaderas ni aparentes elecciones. En los Estados Unidos Trump lleva casi cuatro años al mando por un sistema electoral disparatado y por la voluntad
de sus paisanos. “Se han suicidado”, le dije al joven Blitzer en el Frick, donde nos encontramos. Ni siquiera las maravillosas pinturas de ese comedido museo nos sacaron del abatimiento.
No cabe tenerles lástima a esos países, como no cupo tenérsela a Alemania durante el hitlerismo, escogido al principio en buena medida y después acatado y
vitoreado, con ramificaciones en Croacia, Hungría, Ucrania, parte de Noruega y Francia, y por supuesto en España e Italia. Pero Trump será pasado algún día, como lo serán Bolsonaro
y los otros criminales en potencia o consumados. Hemos visto acontecimientos que parecían imposibles, como la caída de la Unión Soviética, de la China de Mao y la instauración de una democracia
duradera en España, que ahora quiere derribar nuestra falsa izquierda, taimada, reaccionaria y regresiva. Trump podría ser pronto pasado, de aquí a cuatro meses o menos. El daño que sin embargo
ha infligido a su país (por no hablar del mundo) costará remediarlo. Yo no entiendo que todavía haya millones de españoles reverenciosos de cuanto de allí proviene, sean películas,
series, novelas, ensayos, corrientes de opinión, costumbres, modas o histerias. Evidentemente hablo sólo por mí (como siempre), pero desde que el Muñecón fue elegido, nada de lo que se origine
en su patria me merece a priori crédito ni confianza. Claro que hay excepciones, faltaría más, pero lo más trágico de estos gobernantes (lo digo en alusión a la cita de Wilde “La
amistad es mucho más trágica que el amor: dura más tiempo”) es el desprestigio generalizado que arrojan sobre sus gobernados. De eso los países tardan en recuperarse, y la prueba es la mismísima
España: aunque nunca elegimos a Franco, hubimos de permanecer en un interminable purgatorio. ¿Cuándo se empezaron a traducir con naturalidad nuestros libros, o se apreció nuestro cine? En los años
80, no antes, con escasas salvedades. Lo que aquí se creaba no interesaba por principio (injustamente), éramos una nación muy manchada. Los Estados Unidos son una potencia en todos los ámbitos,
y resulta imposible borrar sus grandes logros cinematográficos, literarios, musicales y hasta políticos de otros tiempos (aunque no falten los cretinos que lo intentan desde dentro y fuera). Si en noviembre se
deshacen de Trump, y de sus derivaciones a derecha e izquierda (también la izquierda se ha trumpificado al combatirlo con intransigencia y arbitrariedad miméticas), recobrarán el prestigio y tal vez vuelvan
a ser un país fiable. Pero eso no está asegurado; ni siquiera por su mortífera negación del coronavirus. En el noviembre que rememoro, pocos creían que fuera a ser Presidente semejante ególatra
malsano la víspera de las elecciones, como relaté hace una semana. Un segundo mandato suyo sería una calamidad no definitiva, porque nada lo es. Pero casi. Buen agosto.
© El País (España)
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