Por Sergio Suppo
En un ejercicio infrecuente en los intelectuales argentinos, Beatriz Sarlo confesó en televisión que se había equivocado. "Nos ilusionamos con que Alberto (Fernández)
podría hacer un gesto fuerte respecto de la Dama, pero ese gesto todavía no ha tenido lugar", dijo. Y para reafirmar la admisión de su error, completó: "No volvió la Cristina que
yo creía; pensé que iba a dar un paso atrás más ostensible".
Para Sarlo, como para muchos más, acaba de terminar tardíamente la edad de la inocencia. Una parte decisiva del electorado que estableció la diferencia que convirtió
en presidente a Alberto Fernández se convenció de que votándolo se superaba el fracaso económico de Mauricio Macri. Es más, con cierto optimismo, hubo votantes que fueron detrás de
un nuevo ciclo político, sin grieta, con consensos básicos y un espíritu de conciliación. Creyeron que habría albertismo y eligieron ignorar o, peor, disimular, que estaban votando el regreso
de Cristina y la consumación de sus deseos más elementales: autoamnistía y revancha. Las ganas de creer suelen ser desbordantes cuando la idea de un cambio se convierte en moda.
Es inevitable recordar que en la Argentina la condena a la corrupción nunca fue una variable electoral superior a la decisión de salir de una crisis económica.
Ese dato es común a casi todos los países que votan con regularidad, pero no borra la permisividad que en forma recurrente tienen los votantes argentinos frente a gobiernos
o candidatos sospechados. El dato salta por sobre las ideologías y sirve para convalidar el conservadurismo de Carlos Menem y para reponer el populismo de Cristina Kirchner. Oculta en excusas y arrepentimientos siempre
tardíos existe una corresponsabilidad con la corrupción por parte de los votantes.
La (supuesta) ingenuidad de cierta franja de votantes comparte el mismo tren que otra porción visible de ciudadanos que eligen no hacer diferencias entre unos y otros y rematan
sus decisiones con un "total, robar, roban todos".
En menos de ocho meses, los extremos de la grieta se saludan y felicitan recíprocamente. Ambos sienten que han acertado sus pronósticos: Cristina regresó tal cual
es.
El núcleo duro del cristinismo, como los incondicionales de Cambiemos, reafirman sus aciertos. Unos celebran que la vicepresidenta lidere el espacio y marque cada una de las decisiones
del Gobierno. Ansían, incluso que Cristina consume su plan de sometimiento de los jueces para ser absuelta en todas las causas penales. Desean también que sea ahora Mauricio Macri el que pase, juzgado a juzgado,
de una acusación a la otra. "(.) Y así igualó los tantos", escribió Borges en "El tango".
Es bastante claro que a Cristina no le alcanza con ser despojada de todo el peso de las pruebas que la acusan. También quiere que sus enemigos (adversario es una palabra insuficiente)
sufran sus penurias. Se declaró víctima y se le hace difícil ocultar que el poder le sirve para ejercer el rol opuesto.
En la otra vereda, la referencia más fuerte también es Cristina. La unidad de la clientela de Juntos por el Cambio se explica cada vez más por el rechazo que la
vicepresidenta produce que por el liderazgo de sus propios dirigentes.
De hecho, las expresiones más notables contra el oficialismo, como la que frenó la expropiación de Vicentin, fueron motorizadas desde la indignación multiplicada
y conectada en las redes sociales.
Lo que para Juntos por el Cambio es una aparente ventaja puede terminar siendo un problema grave. ¿Dónde iría a parar una alianza política sostenida por un
electorado que sabe lo que no quiere, pero que en general ignora lo que le ofrecen sus líderes?
Es la confusión de convertir un punto de partida en un destino permanente. Será, sin embargo, un detalle menor para la clientela opositora, mientras Cristina siga cumpliendo
su papel de jefa del gobierno que no preside. El país político volvió a girar a su alrededor, en una espiral que se consume a sí misma.
© La Nación
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