Por Gustavo González |
AEA-CGT. Se comprueba, por ejemplo, en lo sencillo que le resulta al Gobierno convocar a todos los sectores políticos y sociales cuando los llama: hay una necesidad general de
dialogar y de ser escuchados.
Las fotos de Alberto Fernández con Rodríguez Larreta y Kicillof ya son un clásico, lo mismo que las del Presidente junto a los gobernadores e intendentes de los distintos partidos. O los encuentros vía Zoom, como el de este viernes, con empresarios pymes y sindicalistas.
Las fotos de Alberto Fernández con Rodríguez Larreta y Kicillof ya son un clásico, lo mismo que las del Presidente junto a los gobernadores e intendentes de los distintos partidos. O los encuentros vía Zoom, como el de este viernes, con empresarios pymes y sindicalistas.
Esas convocatorias son fáciles porque se construyeron escenarios políticos que volvieron inevitable que en estos momentos extremos todos acepten dialogar. No hacerlo colocaría
a cualquiera al margen de una sociedad que pide unidad más allá de las diferencias.
Esa necesidad es tan imperiosa que incluso surge sin que el poder político la convoque. Por eso la semana pasada tuvo lugar otra reunión virtual, generada entre los grandes
empresarios nucleados en AEA y la cúpula de la CGT. El objetivo fue el mismo: encontrar puntos en común para salir de esta situación.
La relación entre empresarios como Rocca y Pagani y sindicalistas como Acuña y Daer no es nueva. Los unen encuentros previos organizados por el sacerdote jesuita Rodrigo
Zarazaga, director del Centro de Investigaciones y Acción Social.
Tres semanas atrás, el titular de AEA, Jaime Campos, recibió el llamado del sindicalista Andrés Rodríguez para acordar una cita institucional con los máximos
dirigentes de ambas entidades. Se pusieron de acuerdo en cinco puntos básicos: 1) ratificar que la producción de bienes y servicios corresponde a las empresas privadas, 2) solicitar una paulatina reducción
de la presión tributaria sobre la economía formal, 3) incrementar el perfil exportador para generar mayor ingreso de divisas, 4) generar más empleo registrado, y 5) no caer en default.
Campos y Rodríguez ya acordaron una nueva cita para esta semana, pero presencial y con menos cantidad de participantes, para pasar de los conceptos macro a propuestas concretas.
Mensaje. Como escribí la semana anterior, creo que el Presidente tiene una oportunidad histórica de convertirse
en el promotor de una estrategia de la inevitabilidad para que el consenso social y político ya no resulte una opción, sino tornarlo ineludible. Es profundizar en una parte de lo que viene haciendo, pero avanzando
en hechos concretos para cerrar la grieta: alianzas socioeconómicas, acuerdos políticos y escenificaciones mediáticas que construyan inevitablemente nuevas alianzas, acuerdos y escenificaciones que a su
vez edifiquen un nuevo relato mayoritario.
Hoy tiene una excusa perfecta para ir en esa dirección, formalizando una convocatoria sin exclusiones.
Cristina Kirchner viene de hacer público su respaldo a la propuesta del ministro Martín Guzmán a los bonistas. Avanzar con la estrategia de un consenso inevitable
sería que, en este momento clave de la negociación, Alberto Fernández proponga formalizar el apoyo de los cuatro ex presidentes de la Nación a la última propuesta oficial.
Esto es, que Cristina junto a Carlos Menem, Eduardo Duhalde y Mauricio Macri encabecen una comunicación institucional que avale la propuesta argentina para pagar la deuda. Sumando
la adhesión de todos los gobernadores, líderes sindicales, y los jefes de las distintas bancadas legislativas y de las cámaras empresariales.
La casi totalidad de ellos no tendrá problema en suscribirlo y, si no lo hicieran, pagarían un alto costo ante la sociedad.
Si se alcanza un acuerdo con los bonistas, como probablemente ocurra, ese gesto de unidad será percibido como parte del éxito. En cualquier caso, siempre representará
un mayor sustento político para seguir negociando.
Los acreedores y el mundo entenderían que, por fin, el país cerró filas detrás de una propuesta razonable, avalada por el FMI. Y sería, por sobre todo,
una potente señal de que la Argentina está dispuesta a avanzar en un nuevo ciclo de madurez institucional.
El factor Cristina. Cada vez que en las últimas semanas me tocó hablar sobre este tema con dirigentes
oficialistas y opositores o con algún empresario o sindicalista, me encontré con el mismo interrogante: ¿qué hacer con Cristina? Si bien la grieta tiene dos orillas, existe cierta coincidencia, incluso
en el Gobierno, en que la pieza más compleja de este puzzle es la vicepresidenta.
Es verdad que la característica de ella nunca fue el diálogo ni la moderación discursiva. Tampoco suele caer en la demagogia de decirle a cada uno lo que quiere
escuchar.
Puede que consensuar con ella conlleve un trabajo adicional, pero le cabe a Alberto Fernández construir la estrategia necesaria para convencerla; y a los opositores, correrse
del simplismo de la satanización permanente (como cuando insinuaron algún tipo de responsabilidad suya apenas se conoció el asesinato de su ex secretario privado Fabián Gutiérrez).
Quienes la conocen más y quienes la conocen menos coinciden en que lo que a Cristina hoy más le importa es quedar libre de todas las causas por las que se la juzga y que
no hará nada que no conduzca en esa dirección.
Es lógico que esa sea su gran preocupación, pero supongo que hay algo que la debe inquietar más: el odio que ella y su familia reciben de una parte importante de
la sociedad. Ese sentimiento va mucho más allá del rechazo a sus ideas o a su acción de gobierno: se trata de una aversión casi violenta hacia su persona. Un sentimiento similar al que en otros
sectores despierta Macri.
El odio no habla tanto de Cristina y de Macri sino de sus respectivos odiadores. En un país que fue gobernado por militares que derrocaban gobiernos democráticos y asesinaron
a miles de personas, es extraño que dos presidentes que asumieron en elecciones libres (ella reelegida con el 54% de los votos y el año pasado electa vicepresidenta, él perdiendo la reelección con
más del 40% de los votos) despierten una repulsión semejante.
Nadie le debería prometer impunidad a nadie, por más presidente que haya sido. Pero sí se les debería garantizar respetabilidad por los millones de votos
que representaron y no usar a los jueces para perseguirlos ni encubrirlos.
Odios. Mandela decía que a odiar se aprende. Odiar es un aprendizaje que nubla la inteligencia y hace que cualquier
argumento delirante parezca razonable. Como convertir a una presidenta democrática en cómplice de un atentado terrorista, asesina de un fiscal y cuyo impulso para llegar al poder fue robar cuanto pudiera para
enriquecerse. O transformar a su sucesor en la encarnación de dictadores sangrientos, que desprecia a los pobres y cuyo impulso para llegar al poder fue robar cuanto pudiera para enriquecerse.
Una cosa es no descartar que alguna de estas acusaciones sea real; pero darlas por ciertas, todas juntas y sin necesidad de pruebas, solo se explica cuando la pasión es más
fuerte que la razón.
El odio es aprendizaje de largos años de sinrazón y es el combustible de la grieta. Mandela sostenía que “si se puede aprender a odiar, también se puede
enseñar a amar, el amor llega más naturalmente al corazón que su contrario”.
Avanzar ya en consensos que incluyan a todos sería un primer gran paso simbólico hacia ese aprendizaje.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario