Por Sergio Suppo
A la Argentina le quedan pocos botes para salvarse de un nuevo diluvio universal y sus gobernantes resolvieron prenderlos fuego para resolver sus problemas internos.
Como si faltaran desgracias, el país votó a un gobierno con una crisis política de origen para resolver los complejos problemas económicos que arrastra hace
décadas. Por los ruidos que provoca y la atención que demanda a sus protagonistas, el nuevo conflicto interno del peronismo desplazó desde el comienzo el foco en la economía y está corriendo
a un costado las consecuencias de la pandemia.
Con todas sus adversidades todavía en curso, el coronavirus ofrece una oportunidad con pocos antecedentes al sistema económico que colapsó: a diferencia de otros
estallidos, la pandemia entregó al menos medio año para preparar paliativos.
El gobierno de Cristina Kirchner y Alberto Fernández no usó ese tiempo para tener un plan más allá de la emergencia propiamente dicha. El Gobierno cerró
el país, amplió en parte su capacidad sanitaria y repartió ayuda social.
Fernández termina usando más como una excusa que como un desafío las consecuencias del Covid-19. Se enfocó en la urgencia de la atención médica
y soslayó que la crisis no será posterior, sino que ocurre al mismo tiempo que se multiplican los contagios.
El colapso económico llevó de nuevo al poder al peronismo (en apariencia) reunificado, que nunca llegó a ocuparse de resolverlo, salvo en uno de sus capítulos,
el del endeudamiento.
Fernández encontró en el coronavirus una oportunidad inesperada para mostrar que tiene otro estilo que Cristina, su mentora. Las encuestas que saludaron sus modos en un
principio empezaron a avisarle, desde hace ya varias semanas, que ese reconocimiento es en general transitorio.
Si el Presidente creyó que mostrarse abierto a consensos era una forma de construir poder, Cristina le avisó desde el primer minuto de la nueva convivencia en el Gobierno
que espera que actúe bajo su rigor.
Es así como un día Fernández dice una cosa, otro día dice otra y nunca se termina de concretar ninguna nueva política. Cristina, en cambio, es siempre
la misma: desprecia a quienes no le son sumisos. La lista es conocida: los jueces independientes, el campo, las empresas que no dependen del Estado, los dirigentes opositores, el periodismo que no le hace propaganda.
Un círculo envenenado neutraliza a todos y, al girar, despide de su centro el foco en la crisis económica. La nueva alianza peronista se dedica más a pelearse. En
pleno vuelo y en medio de una tormenta mortal, primero pretenden establecer quién manda y quién se subordina.
El reagrupamiento peronista aceptó que Alberto fuera presidente y Cristina la líder natural del espacio. Una parte del peronismo, como algunos gobernadores e intendentes,
pensó que Alberto traicionaría a Cristina y la reduciría al Senado. Cristina siempre creyó que Alberto volvería a ser el jefe de Gabinete subordinado a Néstor Kirchner y a ella. De
última, ocupa el primer lugar en la línea de sucesión.
Esas especulaciones iniciales perdieron valor. Alberto no redujo a Cristina, pero tampoco se subordinó por completo. Un día anuncia que expropiará Vicentin y a las
pocas semanas baja el proyecto y habilita un salvataje entre privados. Avanza hacia una reforma judicial al mismo tiempo que acepta que la vicepresidenta proyecte bajo ese nombre un sometimiento pleno de los jueces a sus necesidades
de impunidad. Aparenta atender el pedido de cobrar un impuesto al patrimonio, tal como se lo planteó el kirchnerismo, pero el proyecto nunca va más allá de los anuncios.
En la última semana, Cristina llegó a marcarle al Presidente con quién se puede sentar a hablar. Y Alberto debió dar explicaciones sobre con quién
habla. Mientras, la economía caerá este año más que en 2002 (-10,9%) y serán pobres más del 50 por ciento de los argentinos.
Hay mucha miseria para no ver tanta pobreza.
© La Nación
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