Por Gustavo González |
Pero lo que más conmovió esta semana fue el inédito cruce entre el Presidente y su vice. Tan contundente y real fue que ninguno de los dos intentó desmentirlo.
Alberto Fernández se enfrenta hoy a un momento bisagra de su mandato, en el que debe decidir cuál será el carácter definitivo con el que se recordará
su gestión.
En ese sentido, hay dos caminos estratégicos que el jefe de Estado puede terminar de elegir para signar su presidencia:
1) Es el camino que quienes lo conocen afirman que está tomando. Es el del político especializado en mediar entre los distintos sectores en pugna de una alianza o de la
sociedad. No será un presidente que revolucionará a la Argentina, pero –si le sale bien– al menos podría llevar a aguas más calmas el barco de un país conmocionado por una pandemia
y por la crisis económica.
2) Es el que se considera el menos probable. Es elegir el camino de un político que, puesto por el destino en un lugar que nunca esperó, se convierta de pronto en un líder
que revolucione la lógica política actual para convertirse en el emergente de un nuevo ciclo histórico.
Salir del inframundo. No descarto que con pericia y mucha suerte, el primer camino convierta a Alberto Fernández en un presidente de transición, moderadamente eficiente,
del que algunos elogiarán lo que alcanzó a hacer y otros criticarán por mantener al país dentro de los márgenes de la mediocridad.
Sin embargo temo que el Fernández limitado a lidiar entre las tensiones internas y externas no termine logrando ni siquiera eso. Porque la combinación de pandemia más
crisis acumuladas es tan profunda que la sociedad difícilmente esté dispuesta a aceptar la alternativa de un camino que vuelva a dejarla en el mismo punto de partida.
Puede que el segundo camino, el que se considera menos afín al ADN del Presidente, aparezca como más riesgoso: lo sacaría de la praxis en la que se siente más
seguro, la de surfear las tensiones sin correr riesgos de rupturas o de generar tensiones mayores.
El problema es que, en medio de este inframundo pandémico y económico en el que nos encontramos, no existe nada que no sea riesgoso. Y es probable que lo más riesgoso
sea no tomar un camino distinto al de los presidentes que lo precedieron.
Un camino que demuestre que se puede salir definitivamente de la grieta produciendo las suficientes expectativas positivas que garanticen un cambio de ciclo económico que perdure
en el tiempo.
Porque ya está dicho, analizado y probado que no habrá inversión ni desarrollo si no se regenera la sensación de continuidad institucional, armonía
social y previsibilidad jurídica y económica. Y eso no va a ocurrir si el Presidente no logra pasar del discurso antigrieta a la construcción real y concreta de una nueva alianza sociopolítica que
represente eso.
El error del 9 de Julio. Es posible que hoy Alberto Fernández cuente con un poder político mayoritario. Mayoritario en un hipotético escenario electoral en el que
si él fuera el candidato de un gran consenso, sumando a gobernadores, intendentes, empresarios, sindicalistas, referentes sociales, Iglesia y figuras importantes de la antigrieta de todos los espacios, ganaría
sin necesidad del cristinismo.
Pero creo que cometería un error táctico si ahora pusiera esa carta sobre la mesa de una disputa de poder en su frente interno. Lo importante no es que la ponga sobre la
mesa, lo importante es que se sepa que la tiene.
Quizá es eso lo que pretende cuando insiste en rodearse de líderes industriales, rurales, sindicales, de gobernadores e intendentes del oficialismo y de la oposición.
Quizá eso es lo que en los últimos días percibió su vicepresidenta cuando felicitó vía Twitter al periodista de Página/12, Alfredo Zaiat, después de una nota en la que
este criticó duramente la convocatoria albertista del 9 de Julio: “El mejor análisis que leí en mucho tiempo, imprescindible para no equivocarse”, tuiteó Cristina.
El “para no equivocarse” sonó en Olivos como lo que realmente fue, una advertencia. Pero no se sabe si ella se estaba refiriendo a la convocatoria presidencial al
“capitalismo neoliberal hegemonizado por las finanzas globales”, como lo caracterizó Zaiat; o si se refería a que Alberto Fernández “no se equivoque” enviándole al cristinismo
señales de conformación de una nueva alianza política que los deje afuera.
Cerca del Presidente afirman que no entienden de verdad por qué se molestó Cristina (molestia que confirmaron las críticas que sumaron referentes sociales y mediáticos
afines a la ex presidenta), pero suponen que tomó como una ofensa no haber sido invitada a aquel acto. Reconocen que en efecto no fue invitada, pero aclaran que se trató de un acto improvisado y que, si la hubieran
invitado, creen que no hubiera ido.
En cualquier caso, el Presidente cometió el error de no cuidar a la pieza más sensible de su espacio político.
Consenso o terraplanismo. Si él tuviera la osadía de probar con el objetivo estratégico de convertirse en el presidente de un nuevo ciclo histórico, entonces
debería poner en marcha la estrategia de un consenso inevitable que, en principio, no podría no contemplar a su vice.
Una teoría de la inevitabilidad implica el desarrollo de alianzas socioeconómicas, acuerdos políticos, relaciones personales y escenificaciones mediáticas,
que construyan inevitablemente nuevas alianzas, acuerdos, relaciones y escenificaciones que a su vez edifiquen un nuevo relato mayoritario. El relato del diálogo y la negociación como forma, también inevitable,
de relacionamiento social y político.
Cada movimiento generaría ineludiblemente un nuevo movimiento que, a cada paso, obligaría a los factores políticos a enfrentar la disyuntiva de sumarse a lo “inevitable”
o quedarse afuera de una nueva centralidad del poder.
Hay una parte de Alberto Fernández (y de algunos de sus estrategas) que parece entender esa lógica. Racional o intuitivamente, desde que asumió comenzó la
construcción de una transversalidad política que sobrepasa los límites del frente electoral con el que ganó la elección. Consciente o inconscientemente, la génesis de esta teoría
de la inevitabilidad ya se puso en marcha.
El Presidente asumió tendiendo un puente inmediato con líderes opositores y reforzando la red de gobernantes oficialistas, tanto peronistas como kirchneristas. Su perfil
conciliador, que lo lleva a decirle a cada uno más o menos lo que quiere escuchar, le permitió elaborar relaciones personales con dirigentes sociales, religiosos y empresariales. Tres meses después, cuando
apareció la pandemia, habló con todos ellos y a su vez convocó a especialistas que dictaminaron la inevitabilidad de la cuarentena.
Ese desarrollo de relaciones y eventos volvió también “inevitable” que todos quisieran quedar adentro de esa construcción política transformada
en relato mayoritario. Quienes no lo hicieron quedaron como terraplanistas, marginales sin peso político. Después las encuestas se encargaron de premiar con imagen positiva a los que formaron parte de esa simbólica
mesa de unidad nacional, desde los científicos hasta los políticos. En especial al propio Alberto Fernández, que alcanzó aprobaciones que rondaron el 80%.
Cristina y Macri. Los inéditos choques de los últimos siete días dentro del oficialismo y su efecto sobre el vínculo entre los dos Fernández conmocionan
a todo el poder político.
La imagen presidencial está en descenso, aunque sigue superando los 50 puntos. Es ahora cuando los caminos se bifurcan y él debe decidir qué presidente quiere terminar
siendo. Un sendero lo llevará por un camino trillado que conoce bien. El otro lo desafía a elegir una alternativa superadora.
Esta segunda alternativa consiste en terminar de construir la teoría de un consenso inevitable, que interprete que los gritos de la grieta suenan más fuertes, pero no reflejan
a una nueva mayoría social sin la cual él no hubiera llegado a la Casa Rosada.
Esa estrategia tendría que haber aprovechado el acto del pasado 9 de Julio para corporizar a esa nueva mayoría.
Sí, cometió un error en no invitar a su vicepresidenta a ese acto, pero también fue un error no haber convocado a los ex presidentes Eduardo Duhalde y Mauricio Macri.
Duhalde, Cristina y Macri son los tres ex presidentes vivos de la democracia argentina. A veces, todo lo que piden y necesitan los líderes políticos es respetabilidad. Y puntualmente en el caso de Cristina y
Macri la respetabilidad es una obligación de Estado. No por lo que son en sí mismos, sino por lo que representaron para los millones de argentinos que los votaron.
Claro que los ex presidentes son pasibles de críticas e investigaciones periodísticas o judiciales. Pero cuando un mandatario los ningunea (como Cristina y Macri ningunearon
a sus antecesores), en realidad está ninguneando a los ciudadanos que los votaron y representa un daño institucional inmenso para el país.
En cambio, haberlos invitados (y haber sumado además a otros representantes sociales y políticos del oficialismo y de la oposición en un gran acto) hubiera corporizado
que la antigrieta es una nueva política de Estado y colocaría al jefe de ese Estado en vértice de esa construcción.
Si la estrategia se hubiera desarrollado pensada y eficientemente, todos los convocados se habrían visto en la inevitable obligación de ser parte de ese evento trascendental.
La estrategia también resultaría exitosa si alguno de ellos se hubiera autoexcluido y quedara ante la sociedad como emergente de una nueva marginalidad política. Que es el lugar en el que Alberto Fernández
y los dirigentes de la oposición deben colocar a sus respectivos terraplanistas. También ese sería un eficiente mensaje antigrieta.
No planteo la teoría de la inevitabilidad como el objetivo de promover una nueva representación política de un consenso mayoritario. Lo planteo como el único
camino posible para salir de la trampa de la polarización, del negocio de la grieta en el que ganan unos pocos que ni siquiera terminarán ganando. Es el camino para que el país genere una normalidad distinta
a la que estamos acostumbrados.
Nueva normalidad. El impacto económico de la confianza es fácil de entender. Sin ciertos rasgos de confianza en el otro no hay economía posible, no hay tratos, no
hay planes de largo plazo.
El otro transformado en una amenaza latente inhibe cualquier desarrollo productivo, porque la representación política de ese otro beligerante hará que las reglas
puedan cambiar cada vez que llegue al poder.
Una Argentina partida termina en lo que ya terminó: nadie se anima a invertir en un país en el que la norma es el cambio o en el que los jueces son usados como armas de
castigo y los funcionarios –con razón o sin ella– siempre están a tiro de ir a la cárcel cuando dejen el poder.
La pobreza de un país puede obedecer a diversos factores. Pero no hay sociedades que hayan salido de la pobreza sin consensos políticos y económicos, sin acuerdos
básicos de convivencia. La pobreza de la Argentina confirma esa regla.
Nadie dice que sea sencillo romper con la inercia del conflicto permanente, pero es más fácil cuando se toca tan a fondo y cuando ya no hay demasiado que perder.
Más que un riesgo, el Presidente y los líderes políticos hoy tienen la gran oportunidad de representar el instinto de supervivencia de una sociedad al límite,
agotada de tanto fracaso.
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