Por Manuel Vicent |
Una masajista diplomada le pasaba la garlopa por sus mantecas dos veces por semana y un dietista
en nómina lo sometía en vano a distintas y crueles ensaladas.
Era uno de esos gordos con mala conciencia que hunden el diván del psicoanalista, quien le decía: “Tienes confinado dentro de ti a un ser muy limpio que grita deseando
huir, deja que escape y síguele a donde quiera que vaya”. El estado de alarma de la pandemia había concluido con la llegada del verano, un tiempo en que la gente trata de alargar el brazo agónico
hacia el horizonte y sólo consigue atraparse por detrás los propios genitales.
El psicoanalista le había advertido de que todos estamos habitados por los múltiples seres que hemos sido a lo largo de la vida, culpables o inocentes, y que se niegan
a desaparecer. Tal vez ese otro yo que gritaba dentro de este hombre quería huir hacia una playa que no estuviera en el mapa donde esperaba reencontrarse con su primera inocencia, con aquella libertad de lobo estepario
de cuando solo buscaba la belleza y la armonía de vivir.
Puede que fuera aun aquel chaval de 16 años con su primer amor de verano o aquel joven comprometido con los ideales de la izquierda o aquel tipo solidario antes de que enredara
en negocios que lo hicieron un sucio millonario. Uno de estos seres confinado en aquel cuerpo mantecoso es el que gritaba pidiendo auxilio, mientras el hombre tomaba tranquilamente una ensalada.
© El País (España)
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