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"Si quiero hablar con Europa, ¿a qué número tengo que llamar?", dicen que preguntó Henry Kissinger, exsecretario de Estado norteamericano, para burlarse de la integración europea. Su argumento era que los estados, y no las regiones, protagonizaban
la alta política internacional.
Hoy la Unión Europea tiene muchos teléfonos y construyó el mercado más grande del planeta, pero su protagonismo global sigue siendo secundario: a la mesa de los grandes se sientan Estados Unidos y China. ¿Cuál es el lugar que ocupa América Latina en el mundo si la mismísima Europa es cada vez más marginal?
A nuestra región se le atribuye una condición periférica y de baja relevancia en los asuntos mundiales. La periferia es un rasgo estructural: en la división
internacional del trabajo, los países centrales producen manufacturas y tecnología mientras los periféricos producen recursos naturales e importan manufacturas. La relevancia, en cambio, puede depender
de la actitud y la oportunidad. Con dos escarbadientes y el apoyo de la Unión Soviética, Fidel Castro casi transforma a una isla caribeña en la chispa de la tercera guerra mundial. En 1962, la crisis de
los misiles acabó bien pero reafirmó una lección: aunque la actitud no alcanza para ganar guerras, sobra para provocarlas. Y la oportunidad, o mejor dicho el oportunismo, permite que las grandes potencias
utilicen a países menores para incomodar a otras potencias.
Hasta hoy, las razones por las que América Latina podría incrementar su relevancia internacional tenían signo negativo: la región genera pocas oportunidades pero muchas amenazas. La primera amenaza es ambiental: el mundo no nos pide que encabecemos la revolución verde sino que no destruyamos la Amazonia. La segunda amenaza es adictiva: la comunidad internacional no nos reclama comercio justo sino combate al narcotráfico. La tercera amenaza es migratoria: los países extra-regionales no nos exigen justicia social sino que no les mandemos emigrantes. Y dentro de la región se produce el mismo fenómeno: lo que necesitamos del vecino no es que abra su mercado sino que cierre su frontera (o sus prisiones) para no inundarnos de narcos, contrabandistas
y refugiados. El regionalismo que viene, si viene, buscará limitar los flujos ilegales más que potenciar los legales.
Otro era el panorama una década atrás. América Latina crecía por encima de la media mundial, reducía la pobreza y robustecía sus clases
medias. Los países concertaban entre sí y se proyectaban hacia afuera: los gobiernos progresistas desde la autonomía, los liberales desde el alineamiento. Como cabeza de ratón o cola de león, la región ganaba relevancia en un mundo que se proyectaba multipolar. Además, una voz se hacía escuchar en todas las mesas: la de Brasil. Sin embargo, América Latina no titilaba en el radar geopolítico. La disputa por el poder global se daba lejos:
Medio Oriente, el Cáucaso y Asia Pacífico acaparaban las miradas de los poderosos. Y ahí hasta Brasil la ligaba cuando se entrometía, como en el fallido acuerdo nuclear de 2010 con Irán y
Turquía.
Pero en diez años se dio vuelta la taba, y en 2020 testimoniamos el panorama opuesto. Si la caída de los precios de las materias primas puso a la región contra las cuerdas, el coronavirus la dejó knock out. En diciembre de 2019, la CEPAL señalaba que el septenio 2014-2020 iba a ser el de menor crecimiento de las últimas siete décadas. Hoy se estima un crecimiento negativo inferior al 10%,
no habiendo región en el mundo con semejante desplome.
La pandemia acentúa comorbilidades preexistentes: pobreza y desigualdad, polarización e inestabilidad política, altos índices de violencia urbana y tendencia
a la fragmentación regional. En materia externa se acentúa el repliegue: cierre de embajadas, retracción en los organismos internacionales (de las 14 agencias especializadas de la ONU, ninguna es dirigida
por un latinoamericano) y carencia de programas para ser parte activa de la Industria 4.0, el capitalismo del futuro. Se avizora el peor de los escenarios: cola de ratón.
¡Y podría ser peor! La impotencia estratégica a la que se encamina América Latina viene acompañada de una potencial relevancia estratégica:
podría convertirse en campo de disputa entre las dos superpotencias. Hasta ahora no lo era. En un trabajo publicado en 2016, los investigadores Francisco Urdinez, Fernando Mouron, Luis Schenoni y Amâncio Oliveira
mostraron que China solo avanzaba en los países de la región en que Estados Unidos se retraía: ocupaba espacios vacíos, no pisaba callos. Hay quienes creen que esto ha variado desde entonces, y
que las dos superpotencias competirán por esferas de influencia. Los autores de esta nota difieren entre sí, pero los decisores deben considerar la plausibilidad de ambos escenarios.
El plural de "esferas" no es menor. Desde el fin de la Guerra Fría, como señala Graham Allison (Universidad de Harvard), el mundo - y más aún
América Latina - se había convertido en una única "esfera de influencia": la estadounidense. Ahora que retorna la competencia entre grandes potencias, el control (o descontrol) de los patios
traseros cobrará mayor relevancia.
Cualquiera sea el caso, es posible que presenciemos dos desacoples en los próximos años. Por un lado, el geográfico: la América Latina al norte de Panamá
profundizará sus lazos con Estados Unidos, principal destino migratorio y fuente de remesas; al sur de Panamá, en cambio, las relaciones con China cobrarán cada vez más densidad. Después
de todo, Estados Unidos se cansó de invadir a México, América Central y el Caribe pero nunca desembarcó militarmente en Sudamérica. El canal de Panamá divide, en la práctica,
al patio trasero del parque del barrio.
El segundo desacople, siguiendo a Jorge Garzón (Universidad Torcuato Di Tella), es funcional: mientras Estados Unidos podría exigir lealtad en las áreas de seguridad
y defensa, China tendrá más juego en las dimensiones económica y tecnológica. Tropas del norte y mercados de oriente podría ser una fórmula eficaz de convivencia.
Hay quienes, sin embargo, mantienen viva la ilusión de los recursos. "América Latina tiene la mayor reserva mundial de petróleo, el mayor acuífero
del planeta, la mayor selva tropical y enormes yacimientos de litio y tierras raras", dicen. "Su peso estratégico solo puede aumentar", sueñan. A esta altura deberíamos haber aprendido que los recursos engendran ilusiones pero alumbran maldiciones. Las riquezas de América Latina la tornan vulnerable, no poderosa. El interés de Donald Trump por nombrar a un estadounidense en el Banco Interamericano de Desarrollo no nos coloca en el papel
de potencia estratégica sino de víctima estratégica.
El futuro está abierto, pero lo que hagamos con él dependerá de nuestra comprensión del presente. Y romantizar el potencial de América Latina es
la mejor receta para que nos cocinen.
(*) Andrés Malamud, politólogo, es investigador principal en la Universidad de Lisboa; Esteban Actis, internacionalista, es profesor
en la Universidad Nacional de Rosario
© La Nación
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