Por Pablo Mendelevich |
La rotunda opinión del Presidente en contra de las "manos extranjeras", infortunio que equiparó con una quiebra, parece estar en línea con el nacionalismo
ancestral moldeado en el enfrentamiento con las potencias europeas por razones económicas desde mediados del siglo XIX. El debate sobre la dependencia de capitales foráneos cruza toda la historia argentina, pero
la estructura económica del país no indica que se hubiera impuesto una exitosa línea de vivir con lo nuestro ni que hoy estemos orgullosos de que todo sea criollo. La mesa de los argentinos, como gusta
decir a quienes se vanaglorian de velar por ella, en la que dicho sea de paso no abundan marcas del grupo Vicentin, alterna regularmente productos de grandes multinacionales radicadas en el país, desde gaseosas y aguas
saborizadas hasta leche, chocolates, café o galletitas.
Hacía tiempo que no se escuchaba una prevención oficial así de tajante contra lo de afuera, aun cuando el kirchnerismo en su cruzada de expropiaciones de la "década
ganada" puso como mascarón de proa la palabra soberanía, de fuerte sonoridad nacionalista, núcleo argumentativo nada menos que de la última guerra que libró el país. El gobierno
peronista-kirchnerista procreó ahora, sorpresivamente, otro hijo bastardo de la soberanía, la alimentaria.
Al presentar a la "soberanía alimentaria" como una novedad de algún modo el gobierno estaría reconociendo que, si una empresa como Vicentin era para el
Estado "estratégica", ella misma no lo sabía (eso en el supuesto de que sea estrictamente una empresa alimentaria, vista su diversificación y el papel del biodiesel en la cartera). Las reglas
de juego del capitalismo argentino no impedían hasta ahora que una empresa, por el hecho de ser alimentaria (o de actuar en el mercado de granos), estuviera inhabilitada para ser vendida a capitales extranjeros en el
caso de que alguien se interesase por ella, cosa más probable con una empresa de alta facturación abaratada por su precaria condición financiera.
Si fuera algo corriente que el Estado le puede poner el sello de "estratégica" a cualquier empresa cinco minutos antes de expropiarla, toda la propiedad privada viviría
en ascuas, hasta el quiosquero barrial más ignoto sufriría de insomnio (y, huelga decirlo, no habría inversión alguna). Una cosa es pretender expropiar un terreno por donde se construirá
una autopista -lo cual tampoco puede hacerse de modo incondicional- y otra que al gobernante le parezca estratégica una empresa debilitada (con involucramiento de la Justicia) por considerar de repente que elabora productos
importantes o que mueve muchísimas divisas. Por lo demás, grandes empresas de alimentación argentinas ya pasaron a grupos extranjeros sin objeción alguna.
Desde luego, no necesariamente la venta de una empresa de capitales nacionales a grupos extranjeros es algo bueno, pero Fernández da por sobreentendido que es algo muy malo y
lo hace en términos más encaminados a obtener complicidad emocional que a formular un razonamiento económico o normativo. ¿Cuál es la frontera instituida como componente nacional del sector?
¿Qué porcentajes de capitales extranjeros están estipulados como deseables? Nada de esto se especifica. La Cámpora, por ejemplo, dijo que había que evitar la concentración.
El Presidente, hay que recordarlo, pertenece al partido político que en los noventa -cuando además él era funcionario- les vendió empresas "estratégicas"
del Estado, monopólicas, a capitales europeos. Vendió la línea aérea de bandera, la empresa petrolera, los teléfonos, gas, agua, peajes, con un generoso abanico de perjuicios públicos:
subvaluación de activos, insuficiencias regulatorias, desatención de la defensa de la competencia, distorsiones tarifarias (y eso sin mencionar la corrupción). Una parte de ese traspaso volvió para
atrás (con nuevos perjuicios para el erario público, ver Aerolíneas Argentinas o YPF), otra no. Resulta extraño que ahora Fernández equipare el extremo de una quiebra con una transferencia
a manos extranjeras para poder sostener que no había otro camino que expropiar.
Es muy posible que la intención del gobierno, como se ha dicho, sea utilizar a esta importante agroindustria como empresa testigo en el mercado de granos con el afán de
controlarlo. Los expertos dirán si esa idea tiene o no asidero. En caso de concretarse una expropiación con propósitos regulatorios, lo dirá el tiempo sin margen de error.
Mientras tanto vale la pena reparar que el argumento de persuasión al que echó mano el Presidente se basa en la suposición de que para una buena parte de la sociedad
argentina lo extranjero en materia económica sigue siendo amenazante, algo que va de la mano con la creencia tácita de que el Estado es incapaz de imponer regulaciones ventajosas para el país. Desde fines
del siglo XIX hasta después de la Segunda Guerra Mundial no hubo reglamentaciones específicas sobre la radicación de empresas extranjeras. Luego las normas se sucedieron en forma escarpada, con gobiernos
que decretaban nulidades sobre los marcos vigentes e imponían criterios nuevos. Eso en el mejor de los casos. En el peor, los vaivenes los producían los sucesivos ministros de economía de un mismo gobierno.
La cuestión de las empresas extranjeras siempre estuvo influida por fervores ideológicos. Abundaron en la política argentina advertencias inconclusas contra un enemigo
que, auténtico o imaginario, adquiría un perfil fantasmagórico, lo que no significaba que el paisaje económico no fuera a la vez nacional y extranjero.
La idea de que todo es binario y que también la economía se reduce a una puja de buenos y malos ajustada a la nacionalidad de los capitales tal vez sea particularmente
descortés con las complejidades del capitalismo al que el actual gobierno dice estar adscripto.
© La Nación
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