Por Guillermo Piro |
En la entrada de Pehuajó hay un monumento a Manuelita, la tortuga protagonista de la célebre canción de María Elena Walsh. Es raro cómo pueden afirmarse
cosas que una canción no dice y cómo pueden pasarse por alto otras que sí. Manuelita vivía en Pehuajó, dice Walsh, pero en Pehuajó decidieron que la ciudad fue “la cuna”
de Manuelita, como si hubiera nacido allí, cosa que la canción no especifica. Todos vivimos en muchos sitios en los que no nacimos ni hubiésemos querido haber nacido. Pero en términos semánticos,
melódicos, prosódicos y rítmicos es evidente que Manuelita vivía en Pehuajó solamente porque rima con “marchó”. Podía haber vivido en Cutral Có, en Pehuen
Có, en Mar de Ajó, en Salliqueló o en Claromecó.
Las interpretaciones acerca de la elección de Pehuajó como el lugar donde vivía Manuelita abundan. La propia Walsh dio alguna explicación al respecto, explicación
que recuerda un poco a la que ofrece el atleta acerca de los pensamientos que lo atravesaban en el preciso momento en que cortaba la cinta de llegada, es decir en el momento en que solamente era un cúmulo de tensiones,
sangre y nervios incapaz de cualquier pensamiento.
Dejando de lado esa lectura incongruente (es solo una canción, por lo tanto no tiene por qué no ser incongruente), lo que sorprende de verdad es que se pase por alto el
misterio que merecería una estatua de Manuelita en la Ciudad Luz: atravesar el oceáno Atlántico a pie es no solo un logro, yo me atrevería a hablar de un milagro.
Lo verdaderamente sorprendente es que el nombre de Pehuajó hace de pantalla a un hecho de igual o mayor importancia que haber vivido allí: Manuelita emprende el viaje a
París caminando y en tiempos del Gran Delfín, que vivió entre 1661 y 1711, es decir más de cien años antes de que Dardo Rocha fundara la ciudad de Pehuajó.
Resumiendo: Manuelita vive en un pueblo y emigra a Francia “en tiempos del Rey Luis”, o sea entre 1715 y 1774, atravesando el océano a pie. Luego, ya en Francia y
entrada en años, comienza a lamentarse de la profusión de arrugas en la piel, y en París “la pintaron con barniz” y “la plancharon en francés”, cosa, esta última,
que tranquilamente puede ocurrir en un poema, “le pusieron peluquita y botitas en los pies”, todo muy a la usanza de la corte del rey de Francia y de Navarra.
Un buen día Manuelita se enamora de un tortugo que pasa, pero la cosa no prospera, porque no se vuelve a insistir en ese amor fugaz. Y como si su hazaña de haber cruzado
el Atlántico a pie no fuera suficiente para volverla célebre, repite la operación para regresar a su ciudad inexistente, Pehuajó, donde un tortugo la espera. ¿No será eso, ahora que
lo pienso? La verdadera proeza de Manuelita, lo que la hace merecedora de un monumento a la entrada a la ciudad, es haber vivido allí en una ciudad que en su época no existía. Cambien el cartel que dice
al pie “Pehuajó. Cuna de Manuelita”, por otro que diga: “Manuelita. Cuna de Pehuajó”.
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