El rechazo a la ciencia y a la razón de algunos presidentes
del continente, de Jair Bolsonaro a Donald Trump, deben
ser tomados en serio.
Jair Bolsonaro, el presidente de Brasil, cabalgó durante una marcha que organizaron sus seguidores el 31 de mayo en Brasilia. (Foto/Reuters) |
Por Alberto Vergara (*)
Se ha vuelto común oír que las negligentes políticas de Jair Bolsonaro y Donald Trump respecto de la pandemia responden a que estos presidentes priorizan la economía
de sus países sobre la salud de su población.
En el caso de Trump, se subraya que necesita llegar a noviembre sin una economía en ruinas pues sino su reelección es virtualmente imposible. No estoy
convencido. O, mejor dicho, este diagnóstico, sin ser incorrecto, resulta crucialmente incompleto: antes que presidentes partidarios del laissez faire, son líderes que pertenecen a una vieja tradición
política antiracionalista.
El rechazo a la ciencia, a la razón y las consecuencias nefastas que han generado, deben ser tomados en serio y no ser minimizadas como estrategias electorales. Menos aún,
descartarlas como pedestre imbecilidad.
Y no se trata solo de Trump y Bolsonaro. Para quedarnos en nuestro hemisferio, las políticas de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, en Nicaragua entran
en este molde; algo de las decisiones de Andrés Manuel López Obrador en México y Jeanine Áñez en Bolivia también. Estamos ante una tendencia que combina impulsos antiilustrados con
una forma de actuar atada a instintos y misticismo, y que privilegia el exabrupto del jefazo por encima de la razón.
Algunos de estos líderes habían cruzado lanzas contra la ciencia antes de llegar a la presidencia. Sus mandatos han sido consecuentes con ello. Y el oscurantismo, con impecable
lógica, destiló consecuencias oscuras.
El año 2016, Bolsonaro se hizo bautizar, cual Cristo, en el río Jordán. El flamante presidente impuso un lema de pánico: “Brasil por encima de todos
y Dios por encima de todo”. Contra la evidencia negó la depredación de la Amazonía y botó al director del Instituto Nacional de Investigación Espacial que mostró imágenes
satelitales que lo probaban. Cuando llegó la COVID-19, la llamó “una gripecita”, despidió a dos ministros de Salud en medio de la tormenta y se plegó a manifestaciones contra los confinamientos.
Eso sí, reconozcámoslo, invitó a un ayuno religioso para librase de la enfermedad. Ahora Brasil es el nuevo centro de la crisis mundial con el segundo número global de contagiados y, se estima,
pronto será también el segundo en cuanto a fallecidos.
“Revolución rosa” es el término para referirse al régimen mágico-socialista de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Las manifestaciones políticas
del sandinismo asemejan homilías públicas. Ella es una avalancha de misticismo: asegura que habla con Rubén Darío y que uno de sus hijos es la reencarnación de Sandino. Cuando la COVID-19
aterrizó en Nicaragua, la dictadura esotérica organizó manifestaciones, maratones, misas masivas, procesiones, entre otros actos que parecían destinados a infectar todo el país cuanto antes.
Después de mucho tiempo sin reconocer el avance de la enfermedad, han aceptado que la “contención divina” presentaba limitaciones. Los entierros masivos y clandestinos reflejan que la situación
está fuera de control.
A Trump no lo hemos visto, como a Murillo, con anillos de cuarzo y otras piedras con supuestos poderes mágicos, pero él ha mostrado un rechazo consistente hacia la ciencia
y la evidencia. Antes de ser presidente esparció la infamia de asociar las vacunas al autismo. Atendiendo a que el calentamiento global es un concepto que inventó China para restar competitividad a las empresas
norteamericanas, retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático. Un artículo de la Universidad de Melbourne demuestra la actitud anticiencia del presidente. Y desde ahí
enfrentó la COVID-19. Confesó que decía cosas que seguramente los médicos aconsejarían que calle. Sugirió que inyectarse lejía podía ser un remedio casero. Gente cercana
a Trump ha avalado la teoría de la conspiración según la cual Bill Gates está buscando inocularnos un chip en la vacuna contra la COVID-19. El resultado de todo este delirio es que hoy Estados Unidos
tiene más de 100.000 muertos por coronavirus. Es decir, casi el 30 por ciento de los fallecidos mundiales, aunque su población sea alrededor del 5 por cierto del total global.
El punto es, entonces, que el oscurantismo es una forma de entender el conocimiento y el mundo y que estos gobernantes han actuado en consecuencia. Y que, por tanto, el oscurantismo
hay que tomarlo en serio.
La antiilustración es casi tan vieja como la ilustración. La ilustración, así lo define Kant en 1784 , busca emancipar de la mano de la razón a una
humanidad tutelada por distintas fuerzas. Les philosophes franceses son la vanguardia que introduce en las ciencias de la sociedad la voluntad desacralizadora de las ciencias duras. Las leyes de Newton preceden por casi un
siglo a El espíritu de las leyes de Montesquieu. La razón convoca lo general. Y, por tanto, lo universal. Ni la física ni los derechos del hombre, entonces, dependen de su provincia. Se reafirma lo global,
lo cosmopolita, la posibilidad de una humanidad.
La antiilustración es la reacción contra a ese combo. Desde fines del XVIII despunta, en lo que será Alemania, el romanticismo. Se rechaza a la ciencia en tanto
herramienta social. Despierta el antiintelectualismo y la exaltación de religiosos, poetas y místicos. Se denuncia el orden moral que no está anclado a una comunidad cultural específica. Más
que actuar por la razón, siguen las pulsiones, el vigor y la emoción. Por eso cuando el romanticismo sale de su natural espacio artístico y se vuelca hacia la política abrazará al nacionalismo.
En su versión política y radical, el impulso antiracionalista germinó en los fascismos europeos de entreguerras. Pero en América Latina los movimientos genuinamente
fascistas fueron anecdóticos. Algo de su parafernalia y antisemitismo despuntó en los populismos del siglo XX (en el peronismo argentino, el MNR boliviano o el aprismo peruano ) y mucho de su terrorismo de Estado
estuvo presente en las dictaduras del Cono Sur en los setenta. Pero en términos generales no tuvimos una política antiracionalista institucionalizada. Cuando Bolsonaro promete que el próximo juez supremo
que nombre será “terriblemente” evangélico pisamos terrenos nuevos.
El éxito reciente de estas posturas en varios países señala una transformación que no puede ser descartada como un hecho político, estratégico
o pasajero. Pensemos en Costa Rica: 10 muertos por coronavirus. Ejemplar. Sin ser un país rico ha gastado durante años el 8 por ciento de su Producto Interno Bruto en salud y ahí están los resultados.
Ahora imaginemos que Fabricio Alvarado, el candidato evangélico que alcanzó la segunda vuelta presidencial en 2018 —y cuya esposa habla en “lenguas”— hubiese ganado. ¿Tendríamos
los mismos resultados? Probablemente no. Entonces, mientras las discusiones nacionales giraban alrededor de temas políticos o económicos, las consecuencias dañinas del antiracionalismo se diluían.
Pero al llegar una epidemia que sitúa a la ciencia en el centro existencial de los países, el antiracionalismo se vuelve mortal.
Cuando “posverdad” fue elegida la palabra del año 2016, más de un escéptico pensó que el concepto, en realidad, apuntaba a la mentira de toda
la vida. Estaban equivocados. El menosprecio hacia los expertos y la data revelaba una forma oscurantista de acercarse al conocimiento. En realidad, Timothy Snyder estaba en lo correcto al asegurar que la posverdad era el
prefascismo, porque, efectivamente, el fascismo es la expresión política radical del desprecio por lo razonable y universal.
Por el momento, hemos visto parcelas de fascismo en estos gobiernos: el desprecio a las minorías, una actitud machista tradicional en contra de las mujeres y, sobre todo, un comportamiento
general que cabe en la palabra que George Orwell aseguró describía mejor que ninguna otra el fascismo: “bully”. Pero con excepción de Nicaragua donde sí podemos apreciar la estabilización
de un régimen con rasgos fascistas, en Estados Unidos y América Latina hemos visto atisbos de fascismo.
En cambio, lo que la COVID-19 sí nos ha permitido ver, con claridad y en toda su amplitud, es el fermento antiracionalista que destila esas posturas políticas. Como ha
anotado Anne Applebaum, los tres funcionarios más cercanos a Donald Trump sienten que dan una batalla bíblica donde no hay espacio para las dudas. Lamentablemente, la muerte, la carestía y el miedo que
esta pandemia generará pueden ser suelo fértil para este tipo de proyecto. Vale la pena estar prevenido y saber que, seamos de derecha o izquierda, es mejor no elegir a un antiracionalista como mal menor. Nada
lo ilustra mejor que la magnitud en que los inversionistas están retirando sus capitales de Brasil en estas semanas. Bolsonaro, el procapitalista, era, en realidad, un antiracionalista. El resto del hemisferio está
avisado.
(*) Alberto Vergara es profesor e investigador en la universidad del Pacífico, Lima
© The New York Times
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