Por Carmen Posadas |
Al igual que el fenómeno #MeToo despertó hace unos años una ola revisionista destinada a borrar de la historia todo rastro de obras que pudieran contener tintes machistas, ahora le toca el turno
al tema racial. Es evidente que la muerte de Floyd, retransmitida casi en directo, no solo fue brutal, aterradora e innecesaria, sino que puede considerarse la punta del iceberg de una xenofobia presente en parte de la sociedad
norteamericana que Donald Trump se ocupa de agitar.
Y evidente es también que tanto el caso Weinstein, como el Floyd, son catalizadores sociales que sirven para despertar conciencias y poner en marcha corrientes contrarias
a actitudes reprobables largamente arraigadas. La historia siempre se ha movido así: un hecho, no muy distinto de otros incluso más duros y terribles acaecidos reiteradamente en el pasado, se convierte en la
gota que colma el vaso que propicia un cambio sustancial en la sensibilidad general. Bienvenido sea, por tanto, este tipo de cambios; el mundo mejorará notablemente con menos machistas y racistas por metro cuadrado.
Sin embargo, como el ser humano tiene una tendencia considerable a pasar del estreñimiento a la diarrea, tan loables propósitos producen también algunos despropósitos.
El #MeToo, por ejemplo, desató una innecesaria caza de brujas contra el sexo masculino. De pronto, se podía acusar a un hombre de abusos cometidos veinte, treinta o cuarenta años atrás sin más
prueba que la palabra de una mujer obviando el más elemental principio legal por el que toda persona es inocente hasta que se pueda demostrar su culpabilidad. En su ansia reformadora, el fenómeno #MeToo dirigió
sus cañones también contra la literatura y el arte, condenando a las tinieblas exteriores a escritores supuestamente machistas o exigiendo que se retirara de los museos a pintores como Balthus, que había
tenido la osadía de pintar niñitas a las que se les ven las bragas.
Sucede también que, adelantándose a la nueva sensibilidad social engendrada por causas como el #MeToo, y ahora el #BlackLivesMatter, algunos deciden sobreactuar y ser
más papistas que el Papa. Ocurrió, por ejemplo, cuando algunas librerías decidieron eliminar de sus catálogos Lolita, de Nabokov, y vuelve a ocurrir ahora con Lo que el viento se llevó. Pensar que se puede borrar de la faz de la tierra una obra de arte o a un artista por la ‘inmoralidad’ de sus escritos o de sus pinturas es tan iluso como intentar modificar el pasado. Claro
que los sacerdotes y sacerdotisas de tales aquelarres también creen que esto es posible.
En Inglaterra, por ejemplo, han comenzado a echar abajo estatuas de esclavistas como Robert Milligan. En el momento de escribir estas líneas, la fiebre iconoclasta no ha prendido
aún en los Estados Unidos, pero, en caso de que lo haga, le auguro un problema. Los padres fundadores de la nación norteamericana Franklin, Madison, Jefferson e incluso Washington tenían esclavos (más
de seiscientos, en el caso de Jefferson). ¿Pueden hacerse desaparecer de las páginas de la historia todos estos personajes y, en último término, sirve de algo hacerlo?
Modificar la historia, la literatura o el arte y reescribirlos a la carta no solo es estúpido, sino contraproducente. Cuando buenas causas como la lucha contra el racismo o el machismo recurren a métodos inquisitoriales, absurdos cuando no ridículos, al final logran exactamente lo contrario de lo que se proponen.
Generan no solo un cierto hastío, sino también sirven para dar alas, argumentos y, lo que es peor, perfecta coartada a las facciones más reaccionarias de la sociedad, aumentando, paradójicamente,
el número de machistas y racistas. Porque lo que el viento no se llevará jamás es el hecho, muy humano también, de que los extremos (y por tanto también los extremistas de uno y otro signo)
siempre se tocan. Son tal para cual.
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